sábado, 30 de octubre de 2010

ANTES DEL HOLOCAUSTO (Fragmentos, máximas y apuntes acerca de la extinción del espíritu en la era de la post-modernidad)

Nos arropa la ordinariez. Sólo lo vulgar, ramplón y descompuesto prospera. La gloria es del que más desafina... En un mundo así -¿fue alguna vez diferente?- sólo una manera veo de conservar la dignidad: cultivar nuestro asco

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Al crear sus ficciones, el literato inventa con ellas, aunque no le pase por las mientes que lo hace, a aquel que las leerá.

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El tiempo, siempre avaro y celoso, no alcanza, por mucho que a ello nos consagremos, para que nos sumerjamos en los alucinantes secretos de las más señaladas obras de la literatura universal... De donde se colige que habría que estar incurso en estolidez irremediable para desperdiciar así sea un minuto leyendo las baratijas que la publicidad editorial y las modas académicas con bombos y platillos enaltecen.

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La envidia es el talento del mediocre.

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La inferioridad es enfermedad grave y contagiosa. La plebeyez del ánimo, la descompostura del decir, la labilidad y confusión de las ideas son algunos de los achaques –de sombrío pronóstico- que padece el grueso de los hombres de pluma de mi país. Para desesperación del puñado de lectores que se ha esforzado en desbastarse el gusto y pulir su sensibilidad -en cuyo número cometeré la inmodestia de incluirme- pareja casta de chupatintas no deja de hostigarnos en la prensa diaria con análisis, en el mejor de los casos insípidos y, en el peor, inabordables; ni cesa de publicar con asiduidad digna de mejor causa poemarios donde ni por azar toparán nuestros ojos con un verso feliz, ni se cansa de martirizarnos con cuentos horros de originalidad que, para colmo de males, cargan con el lastre de un lenguaje paupérrimo y con novelas todavía peores que a la tercera página se nos caen de las manos... Por lo que toca a las letras criollas, la mediocridad prospera y, en cuanto puede conjeturarse, pareja tendencia no muestra viso de que declinará. ¡Paciencia! Para todo hay remedio. El antídoto que yo he encontrado es harto simple: no leer las insoportables bagatelas que esos individuos presuntuosos e incultos tienen la desconsideración de publicar.

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Lo que más se aproxima al absoluto es la excelencia. En materia de arte y de literatura esto significa que las obras magnas del espíritu son capaces de resistir incólumes la erosión de los años, la parcialidad y ceguera de la crítica y las a veces espectaculares mudanzas del gusto y la sensibilidad.

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Nadie ha definido a entera satisfacción del hombre inquisitivo la belleza. Acaso lo que parejo vocablo designa sea refractario a toda definición. Empero, de algo podemos estar ciertos: así como es resbalosa, intratable y esquiva la definición de la belleza, así mismo es tarea de niños, para nada laboriosa, percatarnos de que nos hallamos ante su presencia cuando los astros propicios nos ponen frente a ella. Quien haya contemplado una rosa en su encarnada epifanía, o el oro del ocaso taciturno, o quien haya escuchado las Cuatro estaciones de Vivaldi, leído la prosa soberbia de Martí o palpado un seno turgente de mujer, sabe que la belleza existe, que no es esa palabra recipiente vacío ni caprichosa ocurrencia  de nuestras mentes díscolas y ociosas...Y si la belleza está ahí, frente a nosotros, y nos deleita, embelesa, extasía y estremece, ¿qué más da que no podamos definirla?

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Me ha enseñado la edad, -la menos prescindible de las maestras-, que de pocas cosas puedo estar seguro. Acaso del exiguo número de certidumbres que hasta ahora han resistido con admirable fortuna el asedio de cuantos se han consagrado a preterirlas, una, asaz melancólica, se destaca a causa de su mortificante traza. Es esta: Se puede ser a un tiempo mismo hombre probo, íntegro, bueno... y pésimo escritor. ¡Qué lástima! Mas lo peor todavía falta, reverso inevitable de lo que acabo de afirmar: abundan los literatos de indiscutible mérito, que en el plano de la conducta ciudadana, de la moral y las costumbres, aciertan a cultivar tal cantidad de defectos, vicios, manías y aberraciones que ni por asomo me atrevería a cruzar dos palabras con ellos.

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En el individuo que nace con la vocación y el talento de la escritura, la distinción del estilo acusa su refinamiento espiritual. La nobleza de la palabra es tributaria de la grandeza de ánimo y de la pulcritud y elevación del pensamiento. Por contrapuesto modo, aunque no desconozca los intríngulis de la retórica, la pluma ruin sólo sabrá arruinar. La bajeza rebaja. A la mente sucia sólo la fetidez de la sentina satisface. El arte y la literatura existen, entre otras cosas, -muy claro lo tenía Unamuno-, para liberarnos de la vulgaridad. Lástima grande que haya proliferado siempre cierta raza de cerdos a la que, -¡vaya usted a saber por qué motivo!-, ha atacado la comezón de la escritura. Cuando alguna vez la curiosidad te arrastre a leer alguna de las páginas de esos cacófilos de piara, tápate la nariz.

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La vida no es literatura, pero la literatura siempre es vida.

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El día en que el libro se convierta en pieza de museo, en arqueológica curiosidad, la civilización y la cultura habrán dejado de existir.

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El humanismo es la creación más portentosa de Occidente. Aun ignorándola, eres parte de ella.

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¿Son evasión la literatura y el arte?... Pongamos las cosas en su lugar: no es lo mismo huir de lo que nos incomoda u ofende que correr afanosos a la husma de lo que deleita el alma, tonifica la mente y proporciona un sentido a la existencia. El arte y la literatura importan, tanto para el creador como para el destinatario, muchos desvelos y fatigas. Nadie suele evadirse por tan penoso modo. Si un buen libro o una melodiosa pieza musical reclaman tu atención y tu tiempo, no es porque te propongas escapar a ciertas circunstancias cotidianas que abominas, sino que en virtud del interés que la lectura del libro y la audición de la pieza musical han despertado en ti, casi sin caer en cuenta, echas a un lado por breve lapso esos decepcionantes sucesos con que la vida agobia... No es lo mismo ni se escribe igual.

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Las nulidades literarias, los simuladores del intelecto que mancillan las imprentas publicando bazofias a las que llaman poemarios, cuentos y novelas, esa caterva de escritorzuelos de tercera fila que a mordiscos y codazos se disputa los premios, las reseñas amistosas y melifluas, las bien remuneradas representaciones culturales en el extranjero y las portadas con sonriente foto en las páginas de los suplementos dominicales, esa fauna semi-letrada que arrebata el best-seller del estante de la librería, que siempre al tanto está de modas académicas y chismes de farándula y que nunca se ha ocupado de leer a los clásicos, esa traílla ruin a aquellos que no la adulan acusa de ingratitud y de soberbia... ¡Bendita ingratitud!, ¡soberbia pía!, aunque no estaba impuesto de sus virtudes, gracias les doy por venir en mi auxilio.

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Un escritor que aspire a superarse sólo debe emular a los muertos insignes.

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Clásico es el autor con el que nunca terminamos de dialogar.

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No siempre lo que gusta es lo mejor. Pero de eso sólo los mejores críticos están enterados.

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Si aquello a lo que aspiras es lo que el hombre del común apoda triunfo y éxito, acaso no sea idea afortunada que te consagres a la escasamente redituable tarea de escribir versos; mas si tu afán consiste en entonar el himno de la vida, entonces no veo cómo podrías hacerlo sin acudir al canto.

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Explorar nuestro Reino Interior, descubrir la mismidad que esconde la conciencia, desbarrancarnos hacia el abismo del yo, del ser, del cosmos, es la función del arte y la literatura. Lo ha sido siempre. O la literatura y el arte son una deliciosa, inquietante e inacabable aventura de ahondamiento en nuestro propio enigma, o no son nada.... Búsqueda permanente de sentido, aspiración de trascendencia, hambre de absoluto. Si algo más importante que esto existe, hasta mí no ha llegado la noticia.

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Cada vez que leo en la prensa que Fulano presenta otra novela, que Sutano bautiza su más reciente poemario, que Perensejo pone a circular un libro que recopila sus trabajos de crítica cultural hasta ese momento felizmente extraviados en las páginas de un oscuro periódico de provincia, no puedo por menos que exclamar: ¡cuántos solventes candidatos a la sevicia purificadora del olvido!

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Son plaga los escritores que afectan oscuridad para asumir pose de profundos. Pero complicar la expresión, empedrar el discurso sin necesidad con vocablos científicos, filosóficos o ultra-especializados, arrimarse por sistema a lo intrincado y obtuso, nunca ha hecho que el pensamiento insustancial pase por hondo o que la opinión trillada parezca nueva. La genuina profundidad es transparente. Desconfío de la solidez intelectual del escritor cuyo lenguaje obliga al que lee a una exasperante cuanto agotadora gimnasia de desciframiento y acertijo. En toda época y lugar la trivialidad ha procurado ocultarse tras la atemorizadora fachada de la escritura hermética. Mas a nadie con sentido común escapará que lo único que esconde ese exterior inhóspito es la vanidad inconmensurable del que por tan inicuo modo se consagra a estampar sus ideas.

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Es muy difícil que el grueso de mis contemporáneos, –incluyendo a los intelectuales y académicos-, suban al vagón de la alta cultura. Y ocurre esto no porque hayan llegado tarde a la estación y el tren los haya dejado, sino porque ese tren no lo puede abordar el que no sabe lo que necesita e ignora lo que le conviene.

 

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Es verdad lastimera que el hombre de hoy carece de los conocimientos y del refinamiento espiritual que reclama la lectura provechosa de los creadores insignes, de los clásicos del pensamiento y la palabra... ¿A quién responsabilizar de semejante catástrofe? He aquí mis villanos favoritos: la industria mundial del entretenimiento, la adicción a la imagen, el exceso de información, el arbitrario emparejamiento de lo banal con lo substancioso, de lo contingente y deleznable con lo trascendental, el imperio de la Red, la deficiente o nula alfabetización y, last but not least, un sistema educativo refractario a la lectura inteligente.

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Advierto en buen número de intelectuales y gente de letras de mi país lo que acaso no sea improcedente calificar de cultura del resentimiento. Se trata de mentes reactivas, siempre inclinadas a suponer que se les tiene en menos, cerebros que han sustituido las ideas por colmillos y garras. Temperamentos inamistosos, están siempre al acecho de enemigos a quienes crucificar. Suelen estas feroces plumas obsesionarse con ciertos temas, -género, clase social, identidad nacional, raza, pueblo, religión, política-, leit motiv al que tornan página tras página con exasperante asiduidad. Y como me cuento en el número de quienes entienden que el resentimiento no es compatible con la lucidez, -que si algo reclama es apertura de espíritu-, para esos furibundos misioneros de la palabra, cuya proclamada tarea es regenerar una sociedad que sin sus escritos probablemente no estaría peor, para ellos, insisto, siempre tendré taponados los oídos.

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Podrán ellos hacer oídos sordos a tus exabruptos, pasar por alto que los denigres, ofendas y maltrates siempre y cuando la aspereza zahiriente y salidas de tono apunten no más que a sus costumbres, creencias y conducta. Hasta ahí, todo va bien. Pero no se te ocurra decirles que son malos poetas..., eso nunca te lo perdonarán.

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¿Quién es el ignorante que asegura que las ideas de los autores clásicos carecen de actualidad? ¿Quién es el bellaco que sostiene que salvo su valor documental e histórico, a la gran literatura del pasado nada de interés, vigencia y provecho puede el lector de nuestros días extraer? Fácil resulta el desmentido: pongamos atención a las palabras de Alcestes, protagonista de El misántropo de Moliere, cuando con esa huraña manía de sinceridad propia de su carácter dice a quien solicita su opinión acerca de unos versos que acaba de leerle: “Señor, esta materia siempre es delicada, y a todos nos gusta que se nos halague acerca de nuestro ingenio. Pero un día a alguien de quien callaré el nombre, le decía yo, viendo versos de su factura, que un hombre discreto debe tener siempre gran dominio sobre las comezones de escribir que nos asaltan; que debe refrenar los grandes impulsos que se tienen de divulgar tales entretenimientos; y que por el entusiasmo de mostrar sus obras, se expone a quedar en mal papel.”.

¡Vaya si eres moderno, agudo Moliere! ¿Acaso lo que Alcestes afirmaba no es lo que cabe espetar, sin cambiar ni un punto ni una coma, a esa cáfila de descastados bardos que nos abruma hoy con versos indigestos que nadie pidió leer y que hasta los rodillos de la imprenta que los estampara habrían rechazado de haber estado conscientes de lo que hacían?... De semejante índole son los “anticuados” pensamientos que los clásicos me suelen obsequiar.

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La más desalentadora de las palabras: “fue.

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Leemos porque ansiamos escapar a nuestra soledad. Pero el hecho es que no hay lectura que ese nombre merezca que no nos vuelva más solitarios de lo que antes éramos.

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Para el espíritu humano no hay acontecimiento de más perdurables e impredecibles consecuencias que una idea  feliz.

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Cuanto más arduo el placer que procura, más entrañable y valioso aquello que lo causa.

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Los mejores libros casi nunca suelen ser los más virtuosos.

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Carezco de la osada imaginación y hondura de pensamiento que hacen posible la propuesta original, la que a nadie antes se le había ocurrido; pero no me falta el modesto talento de saber volcar en palabras de mi propia cosecha las ideas inagotables que las mentes supremas supieron antaño concebir.

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Eso de que la filosofía es bálsamo y consuelo –discúlpeme Boecio- me luce afirmación que debe ser tomada cum grano salis. Al filósofo que tal cosa presuma quisiera ver yo cómo se comporta cuando le aflige un severo dolor de muelas.

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En los grandes centros comerciales, (templos de la modernidad donde se abalanza el pueblo a cumplir los jubilosos rituales de la única religión en que aún cree, la del consumo), muchos de los artículos, -sobre todo alimentos y bebidas envasados-, muestran en la etiqueta el día, mes y año en que su contenido deja de ser saludable para quien lo ingiera... A eso no sería erróneo llamar obsolescencia anunciada... He aquí, sin embargo, que el grueso de los libros que las editoriales más prestigiosas ofrecen nace también con fecha de caducidad, la de la moda literaria a la que sus páginas servilmente se pliegan; sino que nadie tiene la cortesía de estampar ese dato en su lomo.

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Releyendo mis viejos ensayos, cuentos y poemas me percaté de algo de lo que no sé si desesperarme o sonreír: me he pasado la vida entera de escritor plagiándome a mí mismo.

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De dos signos es la incomprensión de que adolecen quienes suelen opinar sobre literatura y arte: está, primero, la que arraiga en la penosa insuficiencia del inciente; y, en segundo lugar, no menos desesperante que la anterior, la del  académico de visión libresca y desmedida fatuidad.

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Que escribo bien, con bizarría, soltura y elegancia, no es aserto que admita ser puesto en tela de juicio por quien cuenta: la inmensa minoría que, contra viento y marea, mantiene lúcida familiaridad con las obras de la gran literatura. Que algunas de las páginas que mi pluma pergeñara logren resistir el agravio insidioso del tiempo es, sin embargo, cuestión delicada sobre la que no me atrevería a hacer ningún pronóstico... No es cosa fácil convertirse en clásico. Lo único que hasta ahora me proporciona cierta leve esperanza de que un día –acaso muy lejano- puedan mis escritos cautivar a las generaciones futuras, es que de ellos abomina hoy la intratable cohorte de los críticos y gente de letras que gozan del favor de los lectores en mi triste país. Tan unánime repudio es el consuelo de mis canas y el tónico de mi traviesa fantasía.

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Estoy condenado a fatigar la perfección. Vana tarea. Más me valiera intentar apresar el viento en una red o vaciar el mar con una taza agujereada... Pero ese es el trabajo del artista de la palabra. Al que le falte el ánimo para emprender semejante faena, que abandone la pluma y se consagre a labores menos arriesgadas. Al fin y al cabo, no todos nacimos con el frenesí de perseguir lo imposible.

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El que lee para instruirse no sabe leer. Se lee para llenar de color y significado la existencia.

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La literatura y el arte son fruto de la nostalgia; de la testaruda añoranza de algo que, en contraste con la insatisfactoria realidad cotidiana, presentimos más grande y más hermoso.

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La edad hace dos cosas, ambas generosas: instruye y mata.

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He arribado al convencimiento asaz desalentador de que, por más que lo procuremos, no será posible extirpar del mundo la locura, la vanidad ni la ignorancia... ¿Estaré envejeciendo, o acaso la sabiduría, hasta ahora esquiva y muda, me empieza a sonreír?

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Cuida tus palabras, amigo: adolecen de la obcecada costumbre de convertirse en actos.

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La inteligencia es la lima con la que la perversidad suele afilar sus garras.

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La inteligencia no hace al bueno más fuerte, pero al malo lo vuelve mucho más destructivo.

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Hay inteligencias malvadas, pero nunca maldad inteligente.

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Si quieres ser feliz, no corras tras la dicha..., ponte donde ella te pueda sorprender.

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Ningún autor se nos entrega en su biografía; lo hace en su literatura.

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La obra sólida es fruto no tanto de lo que contiene como de lo que el autor ha sabido a tiempo descartar.

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El optimismo es ciego; el pesimismo, cojo. Como no ve, suele el primero chocar estrepitosamente contra la realidad. El segundo, que ve las cosas perfectamente y sabe cuan defectuosas son, al carecer de las extremidades inferiores, no se arriesgará a dar un paso que pueda mejorarlas.

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La diferencia entre conocimiento y sabiduría es sutil y honda. El conocimiento es producto del trabajo de la inteligencia aplicado a hechos y situaciones del mundo que nos rodea. La sabiduría es otra cosa: es la asombrosa y rara capacidad de la mente para hacer aflorar a la conciencia las raigales pulsiones del ser. Al que posee copiosos conocimientos le llamamos hombre de ciencia, persona ilustrada o erudito. Para el que ha desarrollado el don de estar en vecindad constante con la parte medular de su yo, sólo un nombre tenemos: sabio.

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La parte contiene al todo... Si pudiéramos desvelar el secreto que encierra una partícula de polvo, allí, a no dudarlo, se nos revelaría el universo.

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El de la moral es sendero estrecho, empinado y fragoso. Nada tiene de extraño que sean muy pocos los que se animan a enrumbarse por él.

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Es más fácil escribir un tratado de mil páginas sobre ética, que conducirse con honradez y rectitud.

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Nadie me hará renunciar a la convicción de que la maldad es invento del hombre. No es malo el que hace daño, sino el que entiende que lo está haciendo y con ello disfruta. Ningún tigre es perverso porque mate a su presa, es simplemente tigre; está en su naturaleza devorar. Pero cuando sin contar con afiladas garras ni colmillos poderosos, se comporta el hombre con la depredadora ferocidad del tigre, entonces, y sólo entonces, ha sido creada la maldad

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Quien carece de ideas suele andar sobrado de palabras.

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La humana criatura precisa de auto-dominio, esto es, de la capacidad de mantener en confinamiento sus arrebatos e impulsos desordenados, en aras de la cohesión social. Mas semejante actividad de contención, que ejercemos sobre nosotros mismos en todo momento y circunstancia, provoca un desgaste considerable de energía contra el que se rebela nuestra propensión natural, casi irresistible, a resbalar por la pendiente de lo fácil y cómodo. Una parte de nuestro yo está en perenne contienda fratricida con la otra, y esa inconciliable pugna entre conciencia e instinto, placer egoísta y conveniencia colectiva, urgencias interiores y pautas impuestas, (batalla que, no lo olvidemos ni por un momento, se libra en la arena entrañable de nuestro propio espíritu), es, si de apariencias no me pago, el origen del sentido del mal y del bien, la más remota fuente de la conducta que llamamos “moral”. Así las cosas, para asegurar el predominio del orden moral, sin el que la vida en común se tornaría inviable, acude la sociedad a instrumentos tales como la ley y los preceptos éticos, por cuyo medio se instituyen las civilizadas  práctica y costumbre de prometer el premio y amenazar con el castigo. Empero, el empuje de las primarias fuerzas vitales reprimidas es demasiado poderoso y tenaz como para que las reglas que dicta la razón en materia de aconsejable convivencia, -patrones que nos impone el grupo desde fuera-, no se hallen en permanente riesgo de colapsar. Surgen entonces las religiones que, cualesquiera que sean sus credos y cultos, cumplen en lo tocante al modus vivendi de la sociedad una misma e insustituible función: acudir en auxilio del principio moral desde los adentros del alma, desde la fe, desde la aspiración a trascender, vivencias que, pese a su ostensible irracionalidad, -o acaso en virtud de que se desentienden por entero de la lógica-, exhibirán la fortaleza suficiente para oponerse en igualdad de condiciones a las turbulencias emocionales, apetitos oscuros y atávicas manías que los códigos del juez, las anécdotas de vidas ejemplares de los manuales píos y las cárceles y guillotinas jamás conseguirían por sí solos refrenar.

No temo, pues, incurrir en arbitrariedad al suponer que la crisis moral que hoy nos abruma se vincula de manera nada fortuita al hecho de que la gente ya no cree, de que el sentimiento religioso, antaño pujante, es ahora mera reliquia, cáscara sin sustancia, eco en agonía de una ausente canción que nadie entona. Sin la argamasa de la religión muéstranse impotentes la ley, la educación cívica y las uniformadas fuerzas policiales para impedir que el desbordamiento de las más letales pasiones que el ser humano ha reprimido, terminen dando al traste con la cultura y con la vida... Cierto filósofo teutón que falleció demente harto bien lo sabía... Después de asesinar a Dios, ¿podíamos acaso esperar otra cosa?

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La estupidez no la curan los libros, no la remedian los maestros, no la sanan los programas y métodos de estudio. Se pueden poseer caudalosos conocimientos y ser un perfecto e irrecuperable idiota.

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Para quien ha nacido con la envidiable facultad de trasmutar la agonía en literatura substanciosa y agudos pensamientos, vivir agonizando es una obligación.

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La alquímica  virtud de la pócima literaria no la busques en lo que cuenta el escritor, sino en su cautivadora manera de contar.

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Gloria, tierra anhelada a la que el creador consagra en vida sus afanes, pero a la que, -siempre que los astros le sean propicios-, sólo accederá cuando esté bajo tierra.

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Por esencia la tragedia nos enfronta a un acaecer nefasto. Sin embargo, sólo nos preocupamos por esquivar las circunstancias trágicas en la vida real, donde nos asalta con un único rostro, siempre hórrido y desencajado. En cambio, en el firmamento de la creación artística, nada resulta más digno, memorable y tonificador que la catástrofe imprevista e inevitable y el extremado sufrimiento que ocasiona... Es como si de repente un repulsivo gajo seco y espinoso se colmara de rosas.

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No hay arte que cale en el alma más hondo que la música. Lo expresa todo sin decirnos nada... ¿Será que Pitágoras tenía razón, y el universo entona el himno de la vida con sus átomos?

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Quien se muestra capaz de acogerse al instante, sin preocuparse por lo que pasó ni inquietarse por lo que le depara el porvenir, acaso haya descubierto el secreto de la felicidad.

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Al infierno imagino como el lugar insoportable de donde la sorpresa ha sido definitivamente proscrita; la cámara donde el mañana nada te reserva que el ayer no te haya antes revelado hasta en sus más triviales y prescindibles pormenores.

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Nunca ha atinado mi pluma a fraguar una idea convincente de la eternidad... La sospecha me asalta de que para el grueso de las personas que sobre pareja cuestión alguna vez ha cavilado, eterno es lo que perdura indefinidamente, o lo que, -¡vaya usted a saber cómo!-, existe en un extraño limbo ajeno al tiempo y al espacio... He aquí, sin embargo, que a veces ha cruzado por mi mente el pensamiento –quizás descabellado- de que la duración nada tiene que ver con la eternidad, de que para ser eternos basta no estar enterados de que nuestro destino final e ineludible es la desaparición. Enfocado el asunto que nos incumbe desde este ángulo inusual, cualquier criatura viviente cumplirá con las condiciones que la hacen eterna en la medida en que no se percate de que tarde o temprano va a dejar de ser. Así pues, la eternidad es privilegio de la yedra, las flores, las cucarachas, los ratones, los gatos y cuanto humilde animal o planta el mundo hospeda. A la única criatura que está vedada la perennidad es al hombre, porque, para su infortunio y desconsuelo, él sí sabe que tiene que morir.

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Soy lector hedonista y lúdico..., o, es otra manera de decirlo, he aprendido a leer.

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Desde que, en los albores de la prehistoria, nuestro antepasado homínido se hizo hombre, concibió pensamientos. Pero sólo pudo reflexionar esmeradamente acerca de lo que pensaba cuando inventó la escritura. Aunque Sócrates no dejara libros, dudo mucho que hubiera podido filosofar con la perspicacia que todos conocemos en una sociedad ágrafa. La escritura trae aparejado el análisis prolijo. La gran poesía puede florecer entre iletrados; el sentido crítico, jamás, porque éste es tributario de aquella añeja invención. Nunca seremos capaces de enaltecerla en su justa medida.

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Hay quienes hablan para decirnos algo..., pero la mayoría lo hace porque no tiene nada que decir.

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En materia de arte y literatura, casi siempre la popularidad es incompatible con la excelencia.

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A veces somos testigos de este curioso espectáculo: un pensador de fuste y recia personalidad exaltado por la muchedumbre y puesto en los cuernos de la luna por los medios masivos de información. Cuando suceso tan singular ocurre, hay fundadas razones para sospechar que lo que escribió no fue bien entendido.

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En los días que corren, pocos dislates cunden con más perniciosas secuelas que el de creer que lo nuevo, por ser nuevo, tiene que ser mejor.

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Lo bueno de vivir en las nubes es que no tienes que ensuciarte las plantas con el cieno de la realidad.

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El autor de genio y el mediocre suelen decir lo mismo y acostumbran tratar asuntos semejantes. La diferencia estriba en que donde éste se arrastra con torpeza, aquél consigue, airoso, levantar el vuelo.

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La infamia, el vicio, la brutalidad son fruto de la conciencia. La conciencia se atrinchera en el pensamiento. El pensamiento requiere del lenguaje verbal. De donde colijo que a falta de palabras, la vileza y la perversión no existirían... Somos ruines porque podemos hablar, porque con la facultad de poner nombre a las cosas hemos dejado atrás, -¿quién lo discute?-, el mundo amoral del instinto, pero, -este es el problema-, sin por ello conseguir acallar ni por un instante el aullido del lobo que en la guarida de la carne la naturaleza nos legó.

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El escritor de garra calienta y aliña las ideas que las plumas adocenadas sirven frías y sin sazón ninguna.

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El filántropo suele ser un ególatra que se ignora, capaz del narcisismo supremo: amar a los hombres no por lo que son, sino porque en cada uno de ellos parejo personaje, que presume de altruista, acierta a contemplar reflejada la imagen que mayor deleite le proporciona: la de su propio rostro.

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Los seres humanos, (salvo excepciones que constituyen perturbadoras anomalías), nada tienen de cautivantes; por tanto, no se les puede amar. Quien asegura que ama a sus semejantes miente o no sabe lo que está diciendo. Porque sólo cabe encariñarse legítimamente con un ideal de hombre, esto es, con algo que carece de histórica y física sustancia, que no existe ni ha existido jamás. A pareja entidad abstracta nada nos impide que otorguemos nuestro afecto. Tenemos el derecho de amar las creaciones que alumbra nuestra mente. De modo que si así nos place, apeguémonos a la imagen especiosa de ser humano que nuestro anhelo gesta. Al cabo y a la postre, se trata de un inocuo cuanto gratificante ejercicio de imaginación.

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Que nadie se equivoque: para el escritor el estilo siempre será un problema de fondo, no de forma.

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Cada vez que me entrego al sueño de que el mundo es perfectible, llega la humana estupidez hasta la puerta de mi casa, hace sonar el timbre, y me despierta.

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El arte es importante porque no sirve para nada; la literatura es imprescindible en razón de su obvia inutilidad. En un mundo achatado, trivial, obtuso, donde todo se contrae a la función de medio con el que obtener alguna suerte de provecho o beneficio práctico, tengo por verdad no sujeta a controversia que el valor supremo de la literatura y el arte estriba, precisamente, en ese no servir...

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Soy un hombre afortunado: nací con el talento de convertir frustraciones y achaques en palabras hermosas.

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La modernización, el progreso, tienen que ver con los medios, no con los fines. Por esa razón no obran sobre la fuente de la conducta humana. Cambian los hábitos y las costumbres mudan, y el hombre sigue siendo el mismo violento, obstinado e inverecundo depredador que antaño moraba en las cavernas.

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¡Turbadora sensación!..., cuando ante el espejo me coloco, siempre contemplo el rostro de un extraño.

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No indagues demasiado en tus propios adentros..., o te hallarás en inminente peligro de sufrir fulminante decepción al verte tal cual eres.


II





La libertad no estriba, como equivocadamente piensa la mayoría de las personas, en que pueda el hombre hacer lo que desea, sino en dar satisfactoria respuesta a la cuestión fundamental de por qué, cómo y en qué medida desea lo que hace.

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No lastima el crítico de mente abierta y aquilatada cultura ni siquiera cuando su censura yerra el blanco; pero indigna, y mucho, la reprobación del opinante ignaro y malicioso incluso en el caso infortunado de que acierte.

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De la mediocridad rezuma la envidia como emana la fetidez de la cloaca.

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Hay que dar prueba de coraje para decidirse a contemplar las propias taras y limitaciones; y como el grueso de la gente es cobarde, siempre tendrá a mano una disculpa que le autorice a fijar la mirada lejos, lo más lejos posible de su amedrentadora intimidad.

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Entre los hombres ningún defecto más difundido hay ni más corriente que el de la vanidad. No es motivo de admiración entonces que el cálculo inescrupuloso haya recurrido desde tiempos inmemoriales a la carta de triunfo del halago.

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La vida es un error que, por ventura, la muerte ha sabido siempre corregir.

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La conspiración más antigua del mundo –acaso también la más exitosa- es la que los mediocres urden para que el hombre de genio no sobresalga ni sea reconocido el mérito invaluable de su obra.

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Para honrar comme il faut  al que lo merece se precisa de un espíritu superior, ese que suele faltar al común de la gente que, por innata condición, propende a la alabanza desmedida y al desconsiderado vituperio.

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Es fácil encarecer lo que tiene valor; más fácil todavía rebajarlo.

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En el mundo de los pigmeos la grandeza será siempre una amenaza.

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La felicidad –mil veces lo he dicho y otras tantas lo repetiré- no es un estado, sino un modo de ser con el que, bien miradas las cosas, no es incompatible el infortunio.

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Tema digno de estudio: el idealista, espíritu superior inclinado a fraguar utopías memorables, suele coincidir con la gente ordinaria, de escasas luces y ánimo apocado, en la creencia probadamente errónea de que el ser humano es perfectible.

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Las caudalosas multitudes dicen la verdad no por amor a la verdad sino por temor a que descubran sus mentiras.

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Hay mentiras necias, mentiras peligrosas y mentiras imperdonables. Las únicas mentiras que no existen son las inocentes.

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Es verosímil que en la esfera de la ciencia y el pensamiento especulativo, la doctrina que atesoran ciertas obras nos compense de la aridez del estilo con que fueron escritas. Pero en el reino de la ficción literaria las cosas ocurren por modo diferente: el libro de poemas, la novela o el cuento cuya lectura exija sobrehumano esfuerzo no retribuido con un mínimo de deleite espiritual, podemos asegurar que ha fracasado. Porque la literatura debe producir goce, y ¿quién puede regocijarse cuando se le obliga a laboriosa tarea de desciframiento y a extenuantes rodeos para, al cabo y a la postre, arribar a donde era notorio que se nos iba a conducir?

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Observar a la humana criatura tal cual acostumbra comportarse en la vida cotidiana será siempre tedioso y desalentador ejercicio. Entonces el dramaturgo trágico ennoblece a sus personajes, cosa de que podamos compadecernos de su infortunio; en tanto que el comediógrafo los rebaja y caricaturiza para que, agigantados sus defectos al extremo de que los nuestros parezcan virtudes, poder arrancar al auditorio carcajadas... Sea lo que fuere, ambos autores tienen el excelente olfato de no presentarnos en sus creaciones dramáticas al hombre común y corriente con el que topamos en la calle, impertinencia que el público nunca estaría dispuesto a perdonarle.

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Que ese buen señor posea talento, pase, pues nadie es responsable de lo que hereda; pero que tenga la desfachatez de exhibirlo, que no tire del freno y lo mantenga en la sombra adoptando pose de humildad y comedimiento, he aquí la conducta que el pueblo llano, rebosante de mezquindad y envidia, no sabrá tolerar.

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El mérito de la ficción narrativa no es consecuencia del asunto sobre el que se escribe. Infinidad de páginas imperdonables han sido perpetradas en torno a magnos acontecimientos y cuestiones de trascendental entidad. El narrador no tiene por qué fatigar los grandes temas: basta con que vuelva interesantes los pequeños.

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La notoriedad es volátil, firme la gloria. La primera compromete el entusiasmo de la muchedumbre, el favor del vulgo; su vida es, por ende, efímera e incierta. La segunda es fruto de la admiración asidua, de la veneración persistente de selectos círculos de conocedores, aprecio que se trasmite de una generación a otra y que, en el decurso de los siglos, se afianza y ennoblece.

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El progreso consiste en encontrar nuevas y más eficaces maneras de equivocarse y de sufrir.

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La perspectiva de ultratumba que el cristianismo ofrece no es para nada alentadora: o me consumo de hastío en el cielo oyendo el canto de los ángeles, o me achicharro en las llamas del infierno para solaz de implacables demonios... Confieso, no sin escándalo, que ignoro cuál de esas dos opciones pueda ser la peor.

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El valor insustituible de la alta poesía estriba en su capacidad para dignificar mediante la belleza de la palabra la degradada e insoportablemente estólida condición humana.
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Un hombre probo: el mejor candidato al infortunio.

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Los hechos se arrastran pesadamente en el mundo de la causalidad; el pensamiento avanza ligero o cauteloso en el universo diamantino de la razón; la imaginación vuela en el firmamento sin mácula del entusiasmo.

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Lo bueno pocas veces triunfa. Lo malo casi nunca fracasa. Tal es la realidad monda y lironda. Y como semejante realidad no nos complace, nos empeñamos en mejorar su aspecto aplicándole los afeites que la fantasía, siempre pródiga, pone a nuestra disposición. Pero esas cosméticas maniobras no cambian los hechos: Lo bueno pocas veces triunfa; lo malo casi nunca fracasa.

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Notable virtud de toda obra excelente es que, como no caduca, si hoy a nadie llama la atención, siempre podrá esperar a que el futuro le depare las inteligencias y sensibilidades capaces de apreciar sus primores.

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La maledicencia tiene vista de águila para columbrar el defecto en el carácter más incorruptible. Y como hasta el sol tiene manchas, de su veneno nadie podrá librarse.

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Es ley que la excelsitud sólo a la elite espiritual de la sociedad atraiga. En toda época y lugar apenas un puñado de personas se deja seducir por las bondades de la sabiduría, el refinamiento y la perfección. Parejas cualidades no son generalizables porque el pueblo llano, esto es, el ignorante, el rústico, será siempre refractario a cuanto alimento no haya sido aliñado con las especias socorridas y ordinarias de la ramplonería.

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Si al devanar asuntos graves el escritor de fina péndola y fornido pensamiento no es capaz de mostrar ni un sencillo rasgo de humor, no tardará su conceptuosa maestría en ser tenida por decepcionante y enfadosa. Demasiada seriedad abruma. El estilo elevado, la entonación solemne y sentenciosa no tienen por qué andar reñidos con la gracia y hasta con la picardía.

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Las buenas maneras en el decir no excluyen el ímpetu, el arrebato y la pasión, antes bien, los hacen tolerables y oportunos.

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Poseer estilo no es “escribir bonito”. Es explanar las ideas con tan memorables vigor y nitidez que quien las escuche o lea no imagine que el asunto abordado pueda ser expuesto de manera distinta sin que sufra la expresión perjuicio oneroso y el pensamiento irreparable menoscabo.

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Es verosímil que mediante la aplicación y el estudio cualquiera que se lo proponga conseguirá redactar sus ideas en decoroso castellano, no desprovisto acaso de cierto donaire. Pero el fuego, la incontenible vitalidad, el crepitar espléndido de la palabra –marca irrecusable de toda pluma excepcional- es mercancía que no se expende en los manuales de retórica ni en el aula de clases.

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Algunos son escritores por la gracia de Dios; los más, por estratagema del demonio.

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Nunca luce tan ridícula la ordinariez y la falta de gusto como cuando insiste en vestir de etiqueta.

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Que nadie se llame a engaño: el autor de clásico abolengo no es menos apasionado, menos propenso a la embriaguez y al frenesí que el escritor de solera romántica; sólo que, a diferencia de éste, que con tal de desfogarse no teme incurrir en los más escandalosos excesos e impúdicas extravagancias, aquél tiene la cortesía de no decir lo que el sentido del decoro y los buenos modales –valores hogaño preteridos- habrían condenado por lesa dignidad sin remisión ninguna.

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En sus aciertos literarios, la carnal presencia del hombre que sostiene la pluma desaparece avasallada por la personalidad forjada enteramente de palabras del escritor. He aquí, sin embargo, que, en los descuidos, distracciones y flaquezas de su expresión, ese individuo que tan oculto se hallaba tras el temperamento estilístico del autor, para nuestro estupor e incomodidad, vuelve a aparecer.

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El presuntuoso es un globo inflado. Pínchalo con la aguja del sentido común y reventará.
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Plegaria de un espíritu selecto: del aplauso del necio protégeme, Señor....

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Sospecho que la Nada y el Olvido son parientes cercanos.

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Es fácil concitar la atención mediante el burdo expediente de perpetrar rarezas y extravagancias. Eso está al alcance del ingenio de tercera fila. Lo arduo, lo admirable es exponer las viejas verdades de todos conocidas por modo tal que nadie crea haberlas antes escuchado.

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Lo que repruebo en la obscenidad y la pornografía no es que atenten contra la moral y las sanas costumbres, -cosa ciertamente reprensible-, sino que revelan una total ausencia de imaginación y una batracia propensión a la hediondez de las aguas podridas.

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Recomienda la prudencia que al necio no le hagas descubrir su necedad, porque te expones a añadir un nuevo nombre a la lista ya larga de los que te aborrecen.

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No hay certeza que la razón proponga que no esté plagada de emboscadas.

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El ignorante piensa para alejar la duda; el sabio duda para poder pensar.

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La insipiencia es por necesidad ruidosa: intenta encubrir con el estrépito y la algarabía su desoladora vacuidad.

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Procura la ciencia nociones ciertamente útiles y valiosas acerca de la realidad; empero, ningún conocimiento científico ha estado nunca ni estará en capacidad de señalar al ser humano qué camino escoger para alcanzar la dicha, el íntimo sosiego, la perfección y la virtud.

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Consiste la frustrante labor del filósofo en desenmascarar la sandez humana, a sabiendas de que al obrar así no conseguirá remediar ninguno de los padecimientos infinitos que pareja estulticia ha ocasionado siempre.

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Saber que no sabemos –Sócrates nos lo enseñó- es la fuente de todo genuino conocimiento; dar por sentada la verdad de lo que creemos conocer, el origen de toda ignorancia.

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La muchedumbre será siempre refractaria a las ideas. No hay multitud inteligente. Con las turbas no cabe razonar; sólo atienden al que halaga sus ilusiones y prejuicios. Esto siempre lo supo por instinto el demagogo. El hombre cuerdo se aleja del tumulto. La masa no emplea la cabeza para pensar, sólo para embestir. El que con ella quiera habérselas no ha de ser maestro sino torero... o político, casi lo mismo.

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Shakespeare, acaso la cumbre de la literatura mundial, es, si no me equivoco, el menos inglés de los autores. Quizás sea esa la razón de que les resulte a los británicos indispensable, no ya por la indiscutible grandeza de su dramaturgia o de sus sonetos, que los lectores del Reino Unido son los primeros en admirar y encarecer, sino porque en el arrebato y apasionamiento de la obra del genial poeta, -tan ajena a lo que el espíritu de la raza anglosajona suele producir-, pueden por contraste contemplarse los ingleses cual ellos son: casi lo opuesto en virtudes y defectos de lo que Shakespeare representa.

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Cuando la ignorancia se vuelve presuntuosa deja de ser crasa ignorancia digna de compasión para convertirse en algo mucho peor: en imperdonable payasada.

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En los días que corren el encogimiento de la mente suele agudizarse de manera inversamente proporcional al número de horas que el individuo dilapida frente a una pantalla contemplando imágenes.
















III



Diera La impresión de que sólo una cosa ha sido repartida democráticamente entre todos los seres humanos: la estupidez.

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¡Qué sabia es la naturaleza!, ¡qué justa y equitativa! Dotó a algunos individuos –los fuertes- de suficiente perspicacia como para que columbrasen sin desfallecer la realidad de la miserable condición humana. Y a los débiles –que son la mayoría- los hizo suficientemente obtusos como para que nunca acertasen a advertirla.

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Me atrae el arte por lo que tiene de artificio, es decir, de elaborada e ingeniosa impostura. La vida, en cambio, me consterna y repugna en la medida en que sólo sabe ser impertinentemente verosímil.

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Nada parece tan espontáneo y natural en el hombre como su propensión al mordisco y su decepcionante afición a las incivilidades del dicterio. Acaso por esa razón todo lo que abomina de la naturalidad, todo lo que de la espontaneidad reniega y se aparta, siempre me ha fascinado.

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Aunque se me tache de excéntrico y atrabiliario, no dejaré de decirlo: un solo pecado realmente grave existe: el aburrimiento.

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No imites a los que te rodean... Mírate al espejo e intenta asemejarte a ti mismo. Esa sí que es una tarea digna de Hércules.

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La zafiedad acicalada con los menjurjes de la elocuencia suele resultar más convincente que el genuino saber cuando se nos presenta éste despojado del oropel de la retórica.

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He recaído en la melancólica hipótesis de que si no hemos sido capaces de abrazar la sabiduría no es por flaqueza de la mente, sino porque la expectativa de desvelar la verdad acerca de lo que somos nos causa demasiada inquietud, nos desazona hasta el extremo de que preferimos hacernos de la vista gorda y no darnos por enterados de que, si quisiéramos, la podríamos adquirir.

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Cuanto más lo medito, más me arrimo a la presunción de que el conocimiento no es tributario de la inteligencia sino de la fuerza de carácter.

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Disgustará siempre el que tiene la inoportuna costumbre de expresar en alta voz lo que la caudalosa muchedumbre –sea por temor, vergüenza o astucia- ha resuelto callar.

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Sólo me satisface pelear las batallas que sé de antemano perdidas.

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Nada gano con tu aplauso ni pierdo con tu recriminación. Me da igual que me ensalces o que me ofendas. Pero si me viera en trance de escoger, preferiría que ni siquiera te dieses cuenta de que existo.

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La vida no es absurda, ¡que necedad!... Lo absurdo es querer entenderla.

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El que se rebela contra lo ineludible es un demente; quien a su suerte se resigna, persona razonable. El primero siempre parecerá ridículo o heroico; el segundo, simplemente mediocre.

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En nuestros países, que adolecen de rudimentaria vida cultural, carencia de instituciones sólidas, economía precaria, periódicos sacudimientos políticos y seguridad social casi inexistente, el escritor, obligado a sobrellevar una situación de estrechez que en ocasiones frisa la penuria, no ha podido –si alguna vez tal idea acarició- limitarse a escribir. En las sociedades opulentas es plausible, inobjetable que el profesional se consagre por entero al desempeño de su vocación. Se entiende perfectamente y se justifica que donde existe firme tradición cultural y sólida zapata material que la sostenga, se emplee el escritor a plenitud a lo que le concierne: cumplir con la llamada irrenunciable que le impele a borrajear cuartillas. A nadie se le ocultará que donde hay un cuantioso número de lectores ávidos de la íntima experiencia que el texto literario procura y una engrasada maquinaria editorial, comercial y propagandística que se encarga de facilitar al bibliófilo el título que busca, suelen sumergirse los autores -¿quién se lo reprochará?- en las aguas de su creación, desatendiendo cualquier otra preocupación que pudiera distraerles de la absorbente labor espiritual  que tienen entre manos. No hay deshonra alguna en que el literato, obedeciendo al reclamo imperioso de su talento y afición, se consagre con obsesivo afán a cincelar su obra. Por lo demás, ¿no es acaso asunto de responsabilidad para con el lector, cuestión de seriedad y respeto, lo que anima al novelista, al poeta, al dramaturgo, a convertirse en un especialista, en un individuo entregado a dedicación exclusiva a la escritura? ¿No va de ordinario el profesionalismo ayuntado a la calidad? Y ¿no es la husma y acoso de la excelencia deber insoslayable de cualquier escritor que ese nombre amerite?
He aquí, sin embargo, que, como antes apuntaba, en estos pagos vernáculos donde el adelanto tecnológico de la modernidad no ha logrado desarraigar el atraso de la mente y las costumbres, no suceden las cosas por ese modo. Con una industria editorial incipiente que va a la par del irrisorio número de personas instruidas que por la lectura se interesan, el plumífero criollo se encuentra en un verdadero callejón sin salida. En respuesta a tan apurada circunstancia, no pocos de nuestros intelectuales y gente de letras han cedido a la tentación de convertirse en profetas de la regeneración social, con la nada sorprendente secuela de que, amén de no haber contribuido su prédica ni en un adarme al mejoramiento del statu quo, sí han ido parejas ínfulas ideológicas en oneroso menoscabo de su literario quehacer, el cual no podía dejar de resentirse del desconsiderado apartamiento a que la obra se veía sometida en favor de intereses ajenos al arte de la palabra.
Impuestos –como no podía dejar de ocurrir- del perjuicio con que en la esfera de su arrinconada creación semejante conducta se saldaba, esto es, la mengua de la calidad artística de sus escritos, nuestros escribientes, en lugar de aceptar la realidad que les había tocado padecer y tratar de lidiar con ella de la manera que les resultase más ventajosa, prefirieron avecindarse a la orilla de los raciocinios espurios. Fue el momento en que se abrió paso la tesis de que en países como los nuestros no podía el literato asumir una cómoda postura de neutralidad profesional; que si el ambiente hostil obstaculizaba y mediatizaba su faena creadora, debía el autor aplicarse antes que nada a desembarazar el espacio social de parejos obstáculos; que atentos a ese cometido, se hacía imprescindible superar los esquemas convencionales, las sólitas formas y procedimientos; que el escritor, aun cuando su expresión pudiera verse estéticamente malograda, tenía que convertirse en un vocero de la transformación, en un guía de la conciencia ciudadana, en el aguijón destinado a sacudir la modorra cultural de las multitudes y a despertar el aletargado espíritu de la nación; sólo así –insistían a coro- podía cumplir el literato de nuestra casta y solar su sagrada misión; sólo así, aseguraban, podría su obra aspirar a levantarse hacia el firmamento luminoso del porvenir...
¡Cuánta impropiedad!, ¡cuánta impostura!, ¡cuánto desatino!... Escribir bien no basta, ciertamente, para enderezar lo que en el mundo anda torcido. La literatura no es panacea, ni ha sido nunca su cometido primordial impartir lecciones de moral, urbanidad y civismo. Pero renunciar a la posibilidad de forjar una obra literaria de peso y entidad porque se ha escogido emplear el grueso del tiempo que ella exigiría en estériles exhortaciones doctrinales no es tampoco el modo de que la maleada conducta humana se torne menos tortuosa, encrespada y oblicua... Que escriba el escritor y no consienta que inquietudes ajenas a la escritura le perturben, que si consigue su palabra añadir algo de belleza y esplendor a la vida, no habrá sido vana su tarea.

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Cuando los vivos olvidan a sus muertos, entonces, sólo entonces los muertos estarán muertos de verdad.

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La perfección es difícil de copiar; por eso tendrá siempre pocos plagiarios.

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Las disciplinas humanísticas constituyen el único crisol donde se pueden conseguir las elevadas temperaturas que demanda la producción de valores tales como dignidad, nobleza, virtud, heroísmo, templanza, excelencia, pundonor y filantropía. Sólo las humanidades forjan y fraguan el espíritu. Y sin espíritu el hombre es menos que nada.

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La ignorancia genera superstición, la ciencia escepticismo, la sabiduría, iluminada certidumbre.

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Papel de los enanos: estimular con su vocinglera zafiedad la creatividad de los gigantes.

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El éxito, como ciertas mujeres hermosas y malignas, gusta atraer para, a seguidas, dar las espaldas al incauto que se dejó seducir por sus primores.

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El aburrimiento es la supuración del carácter trivial. Se aburre el individuo que careciendo de humano espesor se ve forzado a frecuentar la angosta celda de su intimidad, la cual, mil veces recorrida en todas direcciones, no tiene ya nada nuevo ni interesante que mostrarle. El tedio, dicho en lenguaje paladino, es el castigo que deben soportar cuantos en lugar de océano han preferido ser planchas de zinc.

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De todas las empresas a las que el ser humano suele consagrar sus esfuerzos, probablemente ninguna hay más peligrosa que la de pensar.

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Dejarse arrastrar por lo que está de moda siempre es señal de superficialidad y de rebañil espíritu mimético. Empero, en el ámbito de la cotidianeidad, las mudanzas vertiginosas que la moda impone en las costumbres y los gustos, salvo por lo que toca al sufrido bolsillo, no suelen acarrear consecuencias aciagas; y hasta con un adarme de condescendencia podría hallársele cierto encanto a esa pueril manía de desestimar lo que hasta ahora nos había agradado y servido en favor del más reciente producto que exhibe la flamante vitrina, el cual acaso no nos complazca tanto como el que hasta ese instante nos satisfacía plenamente y que, por lo demás, no será capaz de cumplir su cometido mejor que aquello  que va a sustituir... Mas, sea lo que fuere, en el terreno de la existencia práctica, los vaivenes de la moda –con su excitante toque de colorida frivolidad y de fascinación huera- no suelen pervertir de manera irremediable el carácter de la anónima muchedumbre.
Lo mismo no puede afirmarse, sin embargo, cuando el asunto que nos concierne implica las ideas. Para el pensamiento nada puede resultar tan catastrófico como someterse a alguna moda intelectual.

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De la tradición no se escapa. Las vanguardias nunca lo pudieron entender: desde los tiempos de la antigua sofística, nada más tradicional en Occidente que el desafío a la tradición.

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La crítica es el arte de ocultar dudas e incertidumbre bajo el manto de una interpretación que se pretende irrecusable.

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Los helenos dos mil quinientos años atrás inventaron la duda. Y pensar que todavía hay quienes se atreven a calificarlos de “antiguos”.

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La mayor parte de la gente hace lo que le agrada pero no le conviene o lo que le conviene pero no le agrada. Luego se queja con amargura de que nunca ha podido contemplar el rostro de la felicidad.

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Acaso consista la sabiduría en hacer del ocio un arte de vivir.

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Sólo el que se afinca en una tradición puede aspirar a cambiarla.

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¿Eres desdichado? ¿De qué me sirven entonces tus consejos?

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La religión sitúa la felicidad en el más allá; la ciencia insiste, sin demasiado éxito, en hospedarla en nuestra propia casa; la filosofía se resigna a consolarnos de que jamás la hallemos.

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Aquel a quien el infortunio no ha atormentado con severidad no tiene derecho a sentirse desdichado. La vida es demasiado misteriosa y apasionante para que la desperdiciemos renegando de nuestra mala suerte. He llegado por ello a sospechar que la aflicción, frecuentemente, cuando no demuestra egoísmo, revela ingratitud.

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Sobrellevar las vicisitudes inevitables de nuestra humana condición es más que suficiente para llenar la cuota de amargura que la vida reclama. Lo que no entiendo ni nunca entenderé es por qué nos empecinamos los hombres en sumar a los flagelos que la naturaleza impone, las sofisticadas angustias, perfectamente gratuitas, creadas por la civilización.

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El hombre sabio es un contemplativo; el trabajo físico, la actividad social, la acción que sólo se vuelca hacia lo externo le parecen desperdicio irreparable de energía. Puede el político ser astuto, pero no sabio; el dirigente, carismático y enérgico, sabio de ningún modo; el profesional –economista, ingeniero, médico, sociólogo-, competente tal vez, que sabio ni por asomo; puede ser genial el estratega, sabio nunca; el burócrata cabe llegar a ser, sin duda, eficiente engranaje de un aceitado mecanismo institucional, pero sabio ni pensarlo... Y ese es el infortunio: en toda época y lugar la sociedad ha sido manejada por quienes rinden culto a la fuerza, a la habilidad, al conocimiento, pero carecen por completo de sabiduría.

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El esfuerzo desplegado por el grueso de la crítica académica contemporánea –rindámonos a la evidencia- no pasa de ser mera especulación de cuarto o quinto orden, actividad hermenéutica a fin de cuentas prescindible, emprendida con el espurio propósito de obtener reconocimiento y nombradía en un medio intelectual uncido, como el resto de la sociedad, a las leyes hegemónicas del mercado y la competencia. Así pues, no puede deparar sorpresa alguna que en el terreno de la estimativa hayan proliferado las teorías casi tanto como suelen hacerlo en los rincones mugrientos cucarachas y ratones; semejante hipertrofia reflexiva constituye –no era para menos- el locus donde se dirimen las reputaciones profesionales y donde cruzan hierros  los doctos catedráticos en su inocultable y a veces patético afán de hacerse con las preseas codiciadas del poder, el prestigio y la sólida posición en los departamentos de investigación de las universidades e institutos superiores de enseñanza... A esa cruenta refriega por sobresalir –monografías y otras anodinas publicaciones en mano- algunos tienen el descaro de calificar de amor a la ciencia.

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Las personas sabias y los niños pequeños se asemejan en esto: no les da miedo preguntar acerca de lo que desconocen.

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Una de las cosas que más nos duele admitir ante los demás es nuestra propia ignorancia. Preferimos adoptar una falsa imagen de aplomo e infalibilidad a que nos tomen por el hombre limitado que somos, y por el que somos nos acepten.

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Polémica –la etimología del vocablo claramente lo revela- es arte marcial. Para polemizar hace falta dominar las técnicas del guerrero. Polemiza el que lucha con palabras. El objetivo de la polémica no es distinto al de cualquier otra suerte de combate; de donde se desprende que en la polémica el discurso no funciona como vehículo de comprensión sino como utensilio de aniquilamiento. A la manera de los cañones en el campo de batalla, dispara el polemista ideas con el propósito de que estallen, laceren y destruyan. Y siempre toparemos con un vencedor y un vencido; porque la razón de ser de toda polémica es derrotar al contrincante aunque estén del lado de éste la verdad, la nobleza y la discreción. En parejo torneo verbal la fuerza persuasiva de los argumentos no vale tanto como su poder para desorientar y confundir al adversario. No es otra la razón de que la polémica casi siempre nos hace espectadores de un doble triunfo y un doble fracaso: el triunfo de la intención oculta y de la retórica artera, y el fracaso de la sabiduría y del fecundo diálogo.
En obvia contraposición a la polémica, la discusión consiste en examinar con esmero una materia para penetrarla a fondo y derramar luz sobre sus diferentes facetas y accidentes. En la discusión lo único que interesa es el esclarecimiento del asunto en debate; y ese asunto es cuidadosamente desligado de la predilección, gusto y temperamento de las personas que lo discuten. El fin de toda discusión es convencer, lo que equivale a vencer-con el interlocutor que opina de manera diferente a la nuestra. En la discusión, siempre que sea genuina, no hay uno que pierde y otro que gana. Cuantos están implicados en ella ganan siempre: sale enriquecido el que persuade como el persuadido.
El origen de la discusión es la natural e ineludible divergencia de criterios; su objetivo, lograr hasta donde sea viable la convergencia de juicios, la solución armónica de las contradicciones. En contraste, la fuente de la polémica es el deseo de dominio, de ser el primero; su fin, aplastar al adversario. El sentimiento de rivalidad satura la polémica como a la esponja el agua. El ánimo polémico es el del temor y la desconfianza, emociones que no tardan en transformarse en agresividad. La discusión, por el contrario, por más leña que arrimen los dialogantes al fuego de la pasión, no tendrá nunca que recurrir a los estropicios del insulto y el rebajamiento. Su lenguaje es el de la lógica, el sentido común y la experiencia probada; en tanto que el idioma de la polémica es el del prejuicio y la ofuscación. Por ese motivo tiende el polemista a personalizar el debate, a apartar el examen del tema en disputa para, valiéndose del sarcasmo, el sofisma y el dicterio, cargar contra la conducta moral y las actitudes y posturas de la vida privada del que osó mostrarse en desacuerdo.
Cuestiones hay que por su propia naturaleza se prestan mucho más que otras a la polémica. De ordinario los planteos que involucran a nuestros valores más arraigados, nuestros patrones básicos de percibir la realidad, son la esfera de la vida síquica de la que se alimenta la polémica, el árido dominio de la incomprensión y el desprecio; los tópicos que afectan de manera más directa e inmediata nuestra sensibilidad, verdaderas granadas a punto de detonar, tales como la política, el sexo, la familia, la religión, la raza, etc., aportan la harina con la que se amasa el acerbo pan que suele devorar el polemista. Y da la casualidad de que esos temas hincan en nuestra carne sus colmillos por modo tan intenso y hondo porque son particularmente significativos para nosotros. Si no fuera así no tendríamos por qué sentirnos afectados por las opiniones discrepantes que acerca de los mismos pudieran surgir. De lo que se colige –verdad de Perogrullo- que aquellos asuntos cuya puesta en entredicho nos sacude y violenta en lo más íntimo de nuestro ser son los más reacios a dejarse analizar de manera racional y desapasionada... No es azar que la espiritualización de la existencia humana, la elevación de las motivaciones esenciales a que responde la sociedad se produzca a un ritmo mucho más moroso que el sorprendente avance de los conocimientos científicos y de sus aplicaciones tecnológicas. Una cosa es debatir acerca de los medios de existencia y otra muy diferente someter a público escrutinio los principios que infunden coherencia, sustento y sentido a nuestra vida.

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Un niño no olvida nunca a un buen maestro. Y la virtud del buen maestro consiste en no haber olvidado tampoco al niño que un día fue.

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La relación que hemos mantenido con la naturaleza se ha caracterizado por el desafío y la confrontación. Ante ésta nos hemos presentado con el foete y las botas del encomendero. Aparece la naturaleza frente a nuestros ojos en calidad de enemiga irreconciliable a la que, cueste lo que cueste, es imperioso doblegar. La vara con la que solemos medir nuestro adelanto y prosperidad es el grado en que hemos conseguido apartarnos de nuestra primaria condición natural; más hemos logrado distanciarnos de la naturaleza, más humanos tendemos a pensar que somos; más la manipulamos a nuestro entero arbitrio y discreción, más damos en creer que nos estamos elevando en la pirámide del desarrollo espiritual. Lo humano y lo natural son principios que se nos figuran antitéticos; el primero sólo puede descollar en detrimento del segundo y viceversa. Ahora bien, mientras el ser humano no se respete a sí mismo, no podrá honrar ni enaltecer a la naturaleza; la humillación y violencia que a sí propio el hombre se inflige es la otra cara de la ferocidad con que se vuelca sobre el medio ambiente. He aquí, sin embargo, que cualquiera que sea el estado evolutivo que hayamos alcanzado, seguiremos muy a nuestro pesar siendo naturaleza, en el mismo sentido en que lo es un gato, una flor o una piedra. De esto último, empero, diera la impresión que no deseamos percatarnos. Así, insistimos en comportarnos al modo de la morbosa excrecencia o el tumor maligno; de manera semejante  a como proliferan desordenadamente las células cancerosas en el órgano sano, crecen monstruosas las ciudades a expensas del suelo cultivable, se derraman los desechos industriales en los mares y ríos, se destruyen las distintas formas de vida al ocupar para provecho nuestro el espacio que hasta ahora les había correspondido, y la inmundicia por doquiera prospera mientras que, con criminal indiferencia y celo digno de mejor causa, nos damos a la tarea de seguir envenenando la tierra, el aire y las aguas. La entronización de la cultura en detrimento de la naturaleza es fenómeno patológico. El mundo está enfermo de civilización y de tecnología, y si a tan penosa dolencia no ponemos remedio, el mal no tardará en volverse incurable.
Dos hechos se han conjugado –es poco cuanto cuidado se ponga al considerarlos- para desatar la actual crisis ecológica: primero –sin perjuicio de retomar lo ya expresado- la idea que apuntábamos al inicio de esta cavilación: la creencia de que el progreso humano consiste en un continuo y cada vez más desbocado usufructo y explotación del medio natural; y, segundo, el acelerado avance tecnológico que la economía industrial ha propiciado, cuyas más notorias secuelas han sido la explosión demográfica, la universalización de los conflictos y la potenciación al infinito de nuestra capacidad de saqueo de los bienes que la naturaleza dispensa, con loable espíritu democrático, a todas las criaturas vivientes.
Una sola es la naturaleza y somos parte de ella. El golpe que le propinemos será nuestro propio rostro el que lo encajará. He aquí lo que todavía no acabamos de comprender: el globo terráqueo es nuestro hogar. Todo en él está interrelacionado. Cualquier modificación que en un punto de tan delicado y complejo sistema contribuyamos a efectuar repercutirá necesariamente en el conjunto haciéndolo distinto a como era. Al agredir nuestro entorno nos estamos tendiendo un lazo al cuello, nos estamos literalmente suicidando; lo cual, registrada y vista la cuestión, nada tiene de extraño habida cuenta del asco que el hombre para consigo mismo, desde tiempos remotos, ha sabido cultivar con ejemplar porfía.
El pensamiento humano separa y fracciona la realidad, tendencia que se refleja en la lógica y se patentiza en el lenguaje. Suponemos que el mundo es una amalgama de seres y cosas, cada uno de ellos refractario a los demás, que se vinculan entre sí de manera externa y mecánica. Al atomizar por semejante modo al universo, nos incapacitamos para aprehender su unidad. Sin excepción ponemos el acento en lo que separa, limita y divide. Nuestra mente es analítica, también nuestra percepción y nuestra actitud vital. Nos complace vernos como células independientes y autónomas; hemos perdido –si alguna vez la tuvimos- la visión ecuménica que nos hermanaba al universo. Pregonamos que somos seres racionales, nos vanagloriamos de nuestra clarividencia que nos elevaría en la escala viviente al más empinado pedestal. Empero, si algo podemos tener por cosa averiguada es que, a diferencia del homo sapiens, ningún animal de esos que calificamos de “inferiores” puso jamás en peligro la existencia del resto de las criaturas del planeta. Las especies se alimentan unas de otras –es su forma de amarse-, surgen y desaparecen. En ocasiones algún cataclismo modifica radicalmente el equilibrio que hasta entonces mantenían los organismos vivos haciendo que muchos desaparezcan y forzando a adaptarse a los demás a las nuevas circunstancias. Mas sólo el racional e inteligente ser humano ha sido capaz de amenazar el medio ambiente al extremo de poner en peligro la supervivencia de innumerables animales y plantas. Ello es resultado –otra cosa no cabía esperar- de su estólida concepción antropocéntrica. Se cree el hombre el ombligo del universo y actúa sin miramiento alguno como si fuera éste una abierta despensa para su servicio y usufructo. Y aunque sabe perfectamente que pareja conducta no tiene fundamento, se comporta como si no lo supiera.
¡Lastimoso ser humano! Su ególatra miopía le impide caer en cuenta de que el yo no se agota en la conciencia, de que su preciada persona no es sino eso a lo que el vocablo persona alude: una máscara, una ilusión de carne y pensamiento que ha brotado y forma parte del continuo inextinguible de energía del cosmos; no ha logrado percatarse de que él es también lo otro, lo de afuera, lo ajeno en medida no menor que siente ser suyas y de nadie más la piel, la respiración o las emociones. De espaldas a tan ostensible evidencia, persiste la incorregible criatura humana en contemplarse a sí misma como detentadora de la supremacía, y en asumir en tanto que única verdadera una imagen jerárquica de la realidad. Por descontado, él está en la cúspide de la creación-¿no lo quiso así Dios?-; de cuanto existe es amo y señor; los demás seres vivientes ocupan, con arreglo al grado de sofisticación de su sistema nervioso central y cerebro, los peldaños inferiores. Podemos tener por enteramente digno de fe que semejante concepción narcisista cumple una función legitimadora, que hace comprensible y confiere carácter intachable a su comportamiento depredador.
Mas ocurre que en la naturaleza no hay seres superiores ni inferiores. Lo que denominamos “universo” es un solo ser, una sola red energética que nos genera, nos envuelve, nos consume, nos mantiene y nos transforma. Yo no soy superior a un mosquito como mi corazón no es superior a mi hígado. El criterio de que nos valemos para arbitrar acerca de esta cuestión ardua y delicada es por completo antojadizo. Pero la mente humana suele proceder de esa manera: cuando analiza un aspecto tiene que excluir todos los demás. ¿Qué implica la determinación del hombre de colocarse en la cima de la creación? ¿No será acaso tomar el desarrollo cerebral de las distintas especies como excluyente vara de medir quien es más y quien menos, luego de haber establecido con harta arbitrariedad que lo primordial en punto a excelencia es la capacidad lógica de elaborar conceptos? Y como -¡vaya sorpresa!- en ese preciso renglón del raciocinio pareciera que el homo sapiens es diferente y especial, la comparación resultará por fuerza desconsoladora para cualquier otra forma de vida que, en lo que atañe a tan idiosincrásico atributo, no podrá nunca asemejarse al hombre.
Ahora bien, dificulto que nadie me recrimine por aseverar que no hay criatura que en una u otra específica cualidad no sobrepuje a las que la rodean. A la especie humana no cabe sin quedar en ridículo que la comparemos en fortaleza física con el elefante, en agilidad con el antílope, en fecundidad con el conejo o en longevidad con la tortuga. En los referidos aspectos dichos animales son, sin duda alguna, “superiores” al hombre. De donde se desprende que la auto-proclamada supremacía absoluta de éste en tanto que manifestación del aliento de vida es puro artículo de fe, dogma desprovisto de fundamento...
Llegado a estos suburbios de mi lucubración acaso no resulte del todo inoportuno confiar al lector el relato que alguien, cuyo nombre mi ingratitud olvida, un día me contara, y que transcribo a continuación dando indebido crédito a mi memoria infiel:
Cierta mañana, en el claro de una intrincada selva, se reunieron los animales con la intención de elegir un rey.  En esa inusual asamblea se habían dado cita cuanta especie escamada, acorazada, plumada o velluda habitaba el globo terráqueo, desde el mono hasta el cocodrilo, desde el ratón hasta la serpiente, desde la cebra hasta la mariposa. La variopinta concurrencia discutió durante días sudorosos y noches palpitantes sin arribar a un acuerdo satisfactorio. Ya se les estaba agotando la paciencia cuando a uno de ellos –dicen algunos que fue la lechuza, otros aseguran que el hipopótamo- se le ocurrió la notable idea que habría de substraer a aquel exasperado cónclave del estancamiento en que marchitaba. La idea –aceptada por entusiasta aclamación- fue que se nombrase rey a quien probara ser superior a los demás. Sólo el animal que tal requisito cumpliera podía aspirar a semejante honor. El alboroto que a seguidas cundió fue de antología. No había entre los presentes ninguno que no reclamase para sí la ambicionada corona. “yo soy superior a cualquiera de ustedes porque tengo más dientes que nadie”, alegó el cocodrilo; “no hay quien me supere en cuanto a la altura a la que puedo remontar el vuelo”, replicó el cóndor; “yo debo ser designado rey  -argüía el mono- pues ¿quién puede imitar las acrobacias que acostumbro a hacer en las ramas de los árboles?; “¡mentira!, -rugía intemperante el león-, nadie me gana a mí en ferocidad”... Y así todos los animales se enfrascaron en una nueva y áspera discusión, ya que no había ninguno que no afirmase poseer méritos suficientes para acomodar su glorioso trasero en el dorado trono del planeta. Cansados de debatir, decidieron nombrar un juez –escogido al azar- para que diera su veredicto sobre el asunto; y, ¡caramba!, para tan comprometida misión la suerte favoreció al hombre. Éste, de inmediato, llegó a la conclusión de que el ser viviente cuya supremacía era incuestionable no podía ser otro que el hombre, proclamándose a sí mismo, para estupor de los allí congregados, rey de la creación. Ni que decir que los animales de aquella numerosa reunión se sintieron estafados e intentaron rebelarse contra el autor de tan descarado atropello. Pero el hombre, cuya ansia de poder espoleaba su inventiva, se dio a la tarea de elaborar artefactos extraños merced a los cuales pudo elevarse a más altura que las águilas, sumergirse en las  profundidades del océano con mayor efectividad que la ballena, desgarrar la carne de sus víctimas con más salvaje eficacia que los colmillos del tigre y aplastar a cuantos se le enfrentaban con más destructiva furia que la corpulenta anatomía del elefante. Fue así como el hombre se apoderó del cetro y la diadema del reino de los seres vivientes. Sin embargo, temeroso, desconfiado, para evitar pobladas y revoluciones en sus dominios, resolvió lisa y llanamente eliminar a cada uno de sus posibles competidores. Fue exterminando así de la faz de la tierra a las distintas especies, incluso a aquellas que le prometieron fidelidad perpetua como el perro, o provechosa servidumbre como la vaca. Cuando completó su empresa de aniquilamiento, comprobó complacido que no quedaba sino él, dueño y señor del desolado páramo del mundo. Nadie podía ahora disputarle la soberanía. Y con la sonrisa a flor de labios y la corona en la orgullosa testa, falleció de inanición a los pocos días... De este modo demostró el singular homo sapiens su innegable superioridad sobre los demás seres vivos del planeta.
Moraleja: ninguna criatura surgida y criada bajo la bóveda celeste es superior ni inferior a otra. Son distintas y, a un tiempo mismo, semejantes. La energía del universo tiene mil rostros, se pone los más sorprendentes atavíos en un desconcertante despliegue de fantasía cósmica. Pero, al cabo y a la postre, la energía no deja de ser energía tras el disfraz que haya optado por colocarse. En la modalidad que ha adoptado al convertirse en hombre, juega ella –ignoro la razón- a devorarse a sí misma, a disolverse, aun cuando, por supuesto, sólo consiga extinguirse en su apariencia humana. La energía es indestructible a pesar de nuestro lamentable y fútil ensañamiento, a pesar de sí propia...
En la naturaleza es notorio que el hombre y sólo el hombre pretende ser importante. Pero nadie se lo cree; ni el arroyo, ni la montaña ni el bosque. El hombre sólo es importante para sus iguales. Consolémonos sin embargo, ya que si estamos aquí, si existimos es porque de algún modo –cuyo por qué se nos escapa- tenemos derecho a la existencia. Todas las formas vivientes tienen derecho a la existencia y se necesitan unas a otras, todas son importantes; pero el ser humano es la única especie que imagina poder prescindir de las demás. Sabemos que todo en el universo está interconectado, sabemos que somos eslabones de una cadena, sabemos que la vida es una sola no obstante sus multifacéticas y turbadoras manifestaciones. Mas, oh infortunio, se trata  de un saber abstracto, intelectual, teórico, que en nada influye en nuestro cotidiano quehacer. Vivimos el mundo como lo ajeno, como lo otro; sentimos que la naturaleza es algo que está ahí, fuera de la mente que piensa, amenazadora, impenetrable, y es pareja experiencia la que incide en nuestra conducta, no la imagen plausible pero fríamente racional que la ciencia ofrece.
En el momento en que estoy a punto de dar remate a estos renglones, me encuentro frente a un amplio ventanal tras cuyos cristales diviso la silueta inconfundible de la Sierra Nevada. Sus picachos se levantan a lo lejos con esa tranquila majestad que parece convertir a la eternidad en un imposible sueño de milenaria roca. Es una mañana de enero. El cielo parece más cielo y más azul que de costumbre. Ninguna nube perturba la limpidez del firmamento. A la distancia no veo pero intuyo a la ciudad tendida en la meseta a los pies de la imponente cordillera. Los hombres y mujeres andarán por las calles cargando preocupaciones en las arrugas de la frente, o charlarán desentendidos de lo que les rodea ante una taza de humeante café, o se aburrirán solemnemente ocupándose de tareas mecánicas y desagradables para ganarse el pan. Ninguno, en todo caso, le estará prestando atención a la nieve de las cumbres, a aquella maravilla de verdor y frondosidad que exhibe la creación. No le queda tiempo al hombre para deleites contemplativos ni místicos arrebatos agobiado como está por la necesidad de sobrevivir y el anhelo de prevalecer y distinguirse. Empero, la naturaleza nos acoge y con infinita paciencia, a pesar de los golpes que le infligimos, espera aún. ¿Seremos capaces de cambiar? Quisiera pensar que sí. Ese paisaje espléndido que ante mi vista se extiende debe ser admirado por las futuras generaciones, debe ser motivo de inspiración de artistas y poetas que todavía no han nacido y seguir acompañando los recuerdos de amores juveniles. La vida humana podría ser tan bella como esa serranía, como esa nieve casta. ¿No valdría la pena que lo intentáramos?

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En la humana sociedad las cosas se presentan de modo tal que es tarea de antemano condenada al fracaso separar lo externo de lo interno. No hay nada por fuera que no sea interiorizado, ni nada interior que no se exteriorice. La vida social rebasa la dicotomía objetividad-subjetividad, espejismo fruto de la perspectiva por fuerza parcial y relativa que la unilateralidad de la conciencia y la linealidad del pensamiento nos imponen. Nuestro aparente extrañamiento del universo circundante es, en verdad, pertenencia a él.

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Desde el punto de vista de la sonoridad, el poema es la entronización del ritmo en el lenguaje. De ahí su indispensable mecanismo: el verso. Puede éste sujetarse a medida, acento y rima o, vagando suelto y libre, no responder a pareja reglamentación. Pero lo que no puede, sin atentar contra su propia esencia poética, es dejar de ser verso, es decir,  conjunto siempre limitado y breve de palabras que forman una unidad sonora sometida a la norma imprescriptible de la repetición.

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Nada más fácil de entender que ingenios extravagantes, seducidos por las descortesías del sensacionalismo, consigan capturar, así sea de manera fugaz, la atención de una desprevenida concurrencia. Engendrar asombro y hasta escándalo merced al taxativo recurso de lo insólito no exige, -me animo a suponer-, ni singular talento ni laboriosa dedicación; apenas cierto desembarazo de viso iconoclasta, casi siempre reñido con los sanos modales del decoro. El alarido desapacible, la hinchada gesticulación nunca pasarán desapercibidos. Mas por poco que duren sus efectos, provocarán fastidio y nos incitarán a voltear a otra parte el rostro con premura. Además, aunque los autores proclives a tales acrobacias no suelen carecer del todo de agudeza y vivacidad, lejos están de alzarse a la elevada cota de tersura fresca y afable dignidad que es blasón de la obra cimera destinada a vencer los desaires del tiempo y la contumaz afrenta del olvido.

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A ninguna inteligencia medianamente advertida se le oculta que el grueso de las miles de novelas que, sin escatimar gastos en publicidad, dan a la estampa anualmente las casas editoriales para consumo masivo del lector ordinario, adolecen de incurable mal: no alcanzan la dignidad de genuina literatura sino que, mero pasatiempo, fueron concebidas, acaso haciendo sus autores gala de destreza y oficio,  con la mira puesta en cumplir la misma decepcionante función estupefaciente y sobremanera adictiva del alcohol, el cigarrillo o el juego de azar.

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Donde el estilo no florece, quizás topemos con algún loable pensamiento, pero jamás con el genuino pensador.

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Nada tiene de extraño que desde los postulados del lucro y el estéril hedonismo a los que el hombre-masa ha sucumbido, se tilde de desquiciado, romántico e iluso a quien, en los albores del nuevo milenio, todavía se empecina en levantar los anticuados estandartes de la moderación, a quien se consagra a hacer ondear la oriflama del amor al arte grande, a la noble literatura, a la sosegada meditación de los filósofos señeros, a quien ostenta contra viento y marea la divisa de que el mundo puede mejorar y escapar el hombre, si a ello se determina, de las garras del prejuicio y de la estolidez.

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Soy una especie en vías de extinción, anticuado personaje capaz de escandalizarme todavía de que la ordinariez no sólo esté de moda sino que, además, tenga la desfachatez de adoptar aire risueño y semblante bonachón; criatura excéntrica soy capaz de reaccionar con pasmo y con sonrojo al comprobar que la belleza ya no parece cautivar a nadie, que la gracia ha sido expulsada para siempre de la faz de la tierra, que la discreción y la mesura padecen riguroso ostracismo; capaz de imaginar también –colmo de la utopía- que entregarse a los apetitos de la carne y a las pulsiones instintivas lejos de complacer, entristece y deprava; capaz, en fin, de creer que el canto de la encendida rosa o el beso del orto insobornable tornan más llevadera y dulce la existencia.

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¿Qué es progresar? Creer, con razón o sin ella, que hoy estamos mejor que ayer y que mañana la pasaremos mejor que hoy. ¿En qué se funda tan optimista creencia? En la comprobación de que, en el terreno de la subsistencia material y de cuanto contribuye a facilitarla, ciertas mudanzas en los hábitos de convivencia e innovaciones en las herramientas de producción y en las doctrinas, acarrean provechosos resultados. Ahora bien, una cosa es convenir que cuanto hoy entendemos por bello y admirable refiere a objetos de muy diversa traza y a estilos que han sufrido modificaciones en el decurso de los siglos, y otra muy distinta endosar el criterio peregrino de que pareja variabilidad, de modo similar a como ocurre en el plano de las novedades tecnológicas y las teorías científicas, importaría un perfeccionamiento incesante, un avance ostensible...Nada más alejado de la verdad. En lo que a su poder de embeleso concierne, la alquitarada sensibilidad no reputará menos lograda la “Monalisa” de Leonardo que los “Girasoles” de Van Gogh ni menos digno de estima el “Edipo Rey” de Sófocles que “La vida es sueño” de Calderón. La secuela inexorable de todo progreso es que lo nuevo vuelve caduco lo que hasta entonces se tenía por excelente o adecuado. Pero en la esfera de la creación y la contemplación de la belleza, nada que sea genuinamente hermoso estará nunca en riesgo de prescribir. Henos, pues, aquí ante una dimensión refractaria a la erosión implacable del tiempo. Lo bello perdura.

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El político es un hombre público cuyas intenciones verdaderas son casi siempre impublicables.

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Más difícil que hallar a un escritor de talento es topar con un lector despabilado.

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Pocas cosas más impertinentes he podido constatar que el espectáculo de un hombre con firme vocación artística al que los astros le han negado el entendimiento y la habilidad para ejercerla.

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No se aprende a ser poeta como no se aprende a ser buena persona.

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Aguijoneados por el afán de sobresalir, unos cultivan la inteligencia, otros la sensibilidad y algunos aun la elocuencia o la simpatía...Yo, para impedir que la vulgaridad reinante me estruje y anonade, he preferido cultivar el asco.

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En este mundo donde impera la fuerza ciega, la delicada y, por consiguiente, vulnerable inteligencia se ha visto conminada a defenderse acudiendo al único recurso que tiene a mano: convertirse en astucia.

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Es una de las más caras ilusiones del ser humano figurarse capaz de imprimir sentido a la vida; pero en verdad es la vida la que, sirviéndose solapadamente de la inteligencia y voluntad del hombre, le obliga a enfilar por el camino que –andariega impredecible- se le ha antojado transitar.

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No es controvertible el aserto de que la poesía contribuye a ennoblecer al ser humano libertándolo de la vulgaridad. Mas para que tal sea el efecto del poema, conviene que el vate no se proponga al escribirlo la tarea de adecentar las costumbres y abominar del vicio, y antes al contrario, se consagre a pulir el verso para que su palabra resplandezca y pueda iluminar.

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Es fama que en el interior de cada uno de nosotros conviven un ángel y una fiera. Acaso tan extendida opinión no carezca por completo de fundamento. Mas si doy crédito al testimonio de la experiencia cotidiana, mucho me temo que, por lo común, termina el ángel devorado.

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En lo que atañe al arte y la literatura, dificulto que aparezca un crítico más riguroso que yo. Por eso escribo sin prestar oídos a lo que pueda la gente opinar de las páginas que entrego al arriesgado honor de la tipografía... Basta y sobra que hayan obtenido veredicto favorable en el tribunal despiadado de mi propio gusto.

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Somos criaturas obcecadamente pragmáticas. Vamos por el mundo convencidos de que la utilidad es lo que importa, la inigualable panacea que confiere sentido a cualquier proyecto que se nos antoje acometer. Es nuestra costumbre hacer de cuanto tenemos entre manos medio para la obtención de ventajas y usufructo. Sólo aquello que cumple función instrumental en lo tocante a dar satisfacción a nuestros apetitos y ambiciones, es capaz de agenciarse aprobación. Lo peor que podemos decir de algo es que no sirve. Pero da la casualidad de que lo esencial, lo valioso, lo inapreciable, eso que nunca estaría dispuesto el individuo en sus cabales a enajenar o preterir, se muestra obstinadamente refractario a cualquier tentativa de instrumentación. ¿Para qué sirven –dígamelo el que lo sepa- la vida, el hombre, el universo, la verdad, la rectitud, el amor, la belleza?  ¿Sirven acaso para un fin diferente de estar ahí, de ser lo que son? ¿No adolecen los mencionados bienes de una promisoria carencia de utilidad? Al cabo y a la postre, las cosas que reclaman la adhesión irrestricta de la mente lúcida y el alma superior no sirven para nada, no consienten ser rebajadas a la espuria condición de medios para el logro de metas de índole bastarda como el lucro, el éxito social, la fama o el poder. Vivir es un fin en sí mismo, también amar o sentirnos cautivados por la belleza y atraídos por lo que vislumbramos noble, justo y verdadero. Esta es la clase de experiencias de la que no cabe prescindir sin irreparable menoscabo del espíritu y de la dignidad del ser humano. Va de suyo, empero, –y de ello está impuesto el vulgo que sólo sabe medrar a ras de tierra- que espiritualidad y nobleza no son ciertamente virtudes de las que pueda nadie extraer el menor provecho material.

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En mi país –no es improbable que suceda algo parecido en otras latitudes- arrecia desde hace algunos años la manía de editar obras (ponderaciones apologéticas, estudios críticos, antologías) cimentadas en el criterio de no incluir sino escritos de mujeres. Enfocado el asunto ateniéndonos a un punto de vista estrictamente literario, esto es, arrimados a la certidumbre de que conviene que el escoliasta privilegie, por encima de cualquier otro rasgo, la calidad estética de la creación –perspectiva a la que se ha sujetado siempre la exégesis memorable-, semejantes publicaciones me lucen por entero fuera de lugar. ¿Acaso la tersura del verso o de la prosa, la fuerza expresiva, la singularidad y esplendor del estilo son tributarios del hecho de pertenecer el escritor al género masculino o femenino? ¿Se escribe con el pene y la vagina o con la sensibilidad, la inteligencia, el gusto y el talento? Si el valor literario no tiene sexo –al menos yo no he reparado en que lo tenga-, ¿a qué viene el empeño de no considerar sino las páginas borrajeadas por mujeres? ¿No parecería muy extraño que de repente un crítico en vena de taxónomo nos sorprenda con una crestomatía intitulada “Hombres escritores”? Hasta donde mi enciclopédica ignorancia me permite comprobar, obra de parejo tenor no ha sido nunca dada a la estampa. Cunden, sin embargo, en revelador contraste con la ausencia de estudios literarios llevados a efecto sobre la premisa de la condición viril de los autores analizados, las compilaciones y ensayos que se complacen en incluir en sus páginas nada más que a poetisas y narradoras, sin que pareja circunstancia suscite, entre la gente de letras, escándalo o protesta... Pues bien, yo protesto y me escandalizo. Porque cuando me dispongo a abrir un libro de literatura lo que menos me preocupa es averiguar si quien lo escribió es autor o autora; a lo que aspiro es a que despierte mi interés, admiración y respeto, a que me embelese y me levante en alas de la belleza sobre el nivel de la vulgaridad y la rutina.

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La palabra es el más invaluable tesoro de que dispone el hombre. Y no porque merced a ella podamos comunicarnos y entendernos –que ya es bastante-, sino porque, cuando asaltando los baluartes de la poesía su función consiste en no perseguir otro fin que ella misma, entonces, -¡oh prodigio!-, nos permite ser.

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Quien haya alguna vez intentado pensar sin palabras sabe perfectamente que la lengua precede al pensamiento y no a la inversa.

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Más que hablar, somos hablados por el lenguaje que aflora a nuestros labios.





IV


Acaso la ausencia de carácter quepa ser definida como la incapacidad de decidir a cual de las pasiones que gobiernan nuestros actos rendir la voluntad.

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El temor al ridículo es el último dique que levanta la sensatez para evitar que se desborden las aguas torrenciales de la exasperación.

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El ser humano real, ese que todos los días nuestros ojos contemplan, suele ser feo, vil y estúpido. Imposible sentirnos atraídos por él. Con la “Humanidad” la cosa es distinta; pues esta es una idea o, mejor, un mito; y los mitos -¿quién no lo sabe?- pueden ser hermosos.

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El pensamiento jamás podrá desarrollar su potencial de espiritual iluminación mientras permanezca recluido en la esfera de la comunicación oral. Si de lo que se trata es de razonar con lucidez, precisión, profundidad, rigor, claridad y belleza, no conozco camino más expedito que pulir y retocar una y mil veces las ideas. Mas para ello es menester poderlas contemplar; es entonces cuando reparamos que las ideas sólo se dejan contemplar a nuestra entera voluntad y placer después de haber sido fijadas en la escritura. El papel que la péndola ha emborronado es el espejo donde el pensamiento a sí mismo se observa. Quien desee pensar rectamente, que escriba y corrija con laboriosa insistencia lo que escribe. Otro modo no hay.

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Ante la tumba de un famoso: -¿De qué te sirvió tu éxito, amigo mío?

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Ten mucho cuidado con lo que deseas ardientemente… que podría darse la enojosa circunstancia de que lo consigas.

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La naturaleza es narcisista: no tuvo reparo alguno en crear al hombre para, en el cristal azogado de su conciencia, poderse a sus anchas contemplar.

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-¿A qué se dedica usted?
-A espantar el hastío.

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En materia de arte y literatura, abusar de lo insólito, hacer de lo extraño costumbre, es vicio menos excusable que el de la insipidez.

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Puedo vivir sin ilusiones…, no sin libros.

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La inteligencia que no es consciente de su insignificancia no merece ese nombre.

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¡Insoluble contradicción!: No soy mejor que tú o que ellos y, sin embargo, no consigo dejar de reprocharos vuestra incurable simpleza.

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Nunca me he sentido más lejos de Dios que cuando -¡torpe de mí!- me cogió con estudiar las religiones.

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No me arrebatéis mis desengaños, mi frustración, mi incertidumbre… Sin sufrir la mordedura del desvalimiento y la desesperación, ¿de qué podría escribir?

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En la esfera del juicio estético nada me parece más escandaloso que la actitud asumida por la vociferante caterva de hermeneutas contemporáneos, que tiene el descaro de incursionar en los dominios de la apreciación artística prescindiendo del concepto de belleza. Lo mismo valdría que el juez procurase dictar sentencia en un grave proceso criminal, haciendo caso omiso de las nociones del mal y del bien; o que el médico se propusiera curar a su paciente sin haberse enterado que hay cierta feliz condición psíquica y corporal a la que solemos llamar “salud”… Podrá el vocablo “belleza” designar una realidad evasiva y, en postrera instancia, indefinible; no por ello se hace menos imperativa su utilización en el terreno de la valoración de la plástica, la poesía o la música. Sólo desde la particular e inconfundible provincia de la experiencia humana que el término “belleza” nombra, es posible distinguir lo que seduce en virtud de su admirable esplendor, portentosa armonía e inagotable poder de sugestión, de cuanto se presenta a nuestra mirada privado de tan gloriosas prendas… Es el de belleza concepto límite, último, extremo, como el de verdad o el de justicia; importa para la inteligencia un máximo y no superable grado de abstracción; esto es, por mucho que se esfuerce, no conseguirá la mente humana definir la idea de lo bello ya que no existen en ninguna de las civilizadas lenguas en que topamos con la voz “belleza” palabras que posean significado más amplio o más abarcador sentido al que referir lo que con el auxilio de semejante expresión apetecemos enunciar. No es admisible ni sensato preterir la noción de belleza en un discurso que a las claras aspira a examinar algún aspecto de objetos, hechos y sentimientos denominados artísticos. Sin acudir al valor de belleza, las cosas podrán ser todo lo que se nos antoje, pero no arte; y de lo que no es no hay manera de hablar.

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Medido con la vara milenaria del paleontólogo o del estudioso de la más remota prehistoria, el hombre es apenas un advenedizo que acaba de estrenar, -niño con juguete nuevo-, la conciencia. ¿A quién puede extrañar entonces que se la pase dando traspiés?

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Se empleó tanto en el estudio que nadie pudo competir con él en erudición. Sus conocimientos fueron prodigiosos. Por desventura, no le quedó tiempo para ejercitarlos.

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El grueso de la gente –he escuchado decir- acude al libro para “matar el tiempo”…, lo cual me luce cuando menos una agresiva manera de leer. Prefiero yo avecindarme a las páginas del cuento, del poema o del ensayo sin parejo furor bibliocida. Matar el tiempo ¿no es acaso atentar contra la propia existencia? Jamás me pasó por las mientes que la lectura pudiera ser un sustituto del arsénico. Leo para sobrevivir, para perdurar, para que el tiempo –verdugo implacable, eficiente y puntual- no me degüelle con su hacha. Mientras no se me demuestre lo contrario, pensaré que esa es la única forma intachable de leer.

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Mi intelecto nació cansado. La mejor imagen que he podido hacerme de la filosofía ha sido siempre una poltrona.

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Una fisura se abrió de repente en el Ser y surgió la conciencia… No pudo el pensamiento brotar sino de espectacular cataclismo cósmico… o, tal vez, del descuido del caos.

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Vivir es tarea impracticable. Si a pesar de todo respiramos y vamos de aquí para allá como si tal cosa es porque no hemos caído en cuenta de tan dramática verdad. El día que la descubramos, habrá que repetir las palabras del payaso homicida: “La comedia e finita”.

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Para que algo se transforme en hábito se precisa de la reiteración. Sólo las conductas que admitan ser reproducidas una y otra vez pueden tornarse familiares, volverse costumbre… Así las cosas, dado que la muerte es coyuntura única, nada tiene de asombroso que seamos incapaces de habituarnos a ella.

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Para el escritor la claridad es como el bien: un ideal al que aspira pero que a la postre siempre termina por traicionar.

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Hay individuos que envejecen en progresivo tránsito hacia la inmadurez…

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Si damos crédito al dictamen de que nada queda por decir, de que todo fue alguna vez expresado, cualquier idea que asome a nuestro cerebro será –sepámoslo o no- repetición y plagio.

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En el principio, el hombre teme a Dios, porque Dios es muy poderoso y puede, si quisiera, hacerle daño. Luego alaba su grandeza, porque la majestad divina, a semejanza de la vanidad humana, se complace con los cánticos que entona en honor suyo el ínfimo mortal. Después le demuestra amor y gratitud, pues ¿cómo no amar al que nos ha obsequiado el don precioso, invalorable, de la vida? Más tarde, ganado por la ira, y en protesta a su insoportable condición efímera de polvo que razona, lanza el hombre contra Dios –lluvia de ponzoñosos dardos- terribles invectivas. Y termina la historia cuando la humana soberbia, doctamente ataviada de ciencia, decide que Dios es hipótesis de la que se puede sin enojosas secuelas prescindir… A todas estas, Dios, como de costumbre, calla, y sospecho que con una mezcla de melancolía y hastío contempla a su incorregible criatura errar una vez más.

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El intelecto permite levantar sólidas construcciones filosóficas y grandiosas teorías científicas…, mas nunca le ha sido posible pulsar con devoción y fortuna las cuerdas de la lira.
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Solía otrora pensar que escribir era fundamental empresa. Repuesto al fin de pareja superstición, me sorprendo emborronando aún cuartilla tras cuartilla. ¿Por qué lo hago? ¿Por empecinamiento o por inercia? No lo sé, y ¡malditas las ganas que tengo de descubrirlo!

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Ser noble, villano, sabio, estúpido, hábil, torpe, tolerante, fanático…, pero siempre ser algo. Lo que jamás vamos a hallar en la agenda de la criatura humana es la opción de no ser.

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Cuando por fin logramos entender para qué estamos vivos, caemos en la cuenta –aunque tarde en demasía- de que ese conocimiento es una maldición.

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Cada vez que consigo detestarme es por alguna buena razón.

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El triunfador es incapaz de regodearse de su triunfo en tan alto grado como ciertos fracasados alcanzan a saborear su derrota.

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Llamo buen maestro, no al instructor docto y actualizado, sino al que, aun con limitados conocimientos, es capaz de seducir a sus alumnos con lo poco que sabe.

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No hallarás nunca peor barbarie que la que aspira a imponer su hegemonía acudiendo a la autoridad de la razón.

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Pensar es un error…; los animales no piensan y hasta donde he podido comprobar jamás o pocas veces se equivocan.

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La palabra, por mucho que nos lo propongamos los hablantes, nunca acertará a comunicar la esencia de lo real. El lenguaje es un impostor: hace pasar por oro un trozo de latón amarillo. El verbo mata lo que nombra.

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Llegué al mundo con una misión irrealizable: averiguar por qué nací y para qué estoy vivo.


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El camino que conduce a la originalidad está plagado de escollos. Menos mal que los artistas y escritores de ínfima categoría tienen siempre la posibilidad de enfilar sus pasos por el atajo de la excentricidad y el disparate, vendiendo así al público la piel del lobo a precio de vellón de cordero pascual.

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Es hombre afortunado… Nadie ha reparado nunca en su grandeza.

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Sospecho que la maldad en sus infinitas formas de manifestación es hija de un aburrimiento demoníaco. Nada menos tolerable, en efecto, para el ser humano que el taedium vitae . Cometer las peores abominaciones es, entre no pocos de nuestros congéneres, la manera más segura y expedita de superarlo.

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Probado está que aun desasistido de verdades consigue el hombre vivir. Está igualmente demostrado que sin prejuicios la vida se le vuelve insufrible.

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No creo en sabios exitosos. La sabiduría será siempre impopular.

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Harto de ser yo mismo, veome compelido a preterir toda originalidad, abandonando la inveterada costumbre de revestir con palabras propias ideas ajenas…

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Las páginas que más hondamente arraigan en la sensibilidad del lector son las de ese heterodoxo puñado de autores que, aun escribiendo descuidadamente, lo hacen no por vocación o placer sino por penitencia.

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En materia de perfidia y abyección, ten la seguridad, amigo mío, de que es posible ejercitar con siempre renovada fortuna la creatividad.

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El poeta siempre será un proscrito. No es el suyo el mundo de ínfimas preocupaciones y mezquinos afanes utilitarios con el que el resto de los hombres y mujeres se conforma. No se resignará él a transitar por el escarpado erial sin horizonte que a la hora de la repartición de los lotes de la existencia le tocara en suerte. En otra parte se halla su verdadera patria; que en esta tierra de sueños clausurados y mutiladas ufanías sólo podrá sentirse forastero. La heredad del poeta lejos está del tiempo que marcan los relojes. Él sabe que es oriundo de una crepuscular región de la que fuera cierta noche de insomnios contumaces desterrado, un país milagroso al que nunca ha dejado de amar, cuya intacta silueta amanecida el ojo no divisa, pero sí el alma, que desde el mismo origen del astro y el silencio advirtió que allí estaba, tendido en los recodos de la sangre… La patria del poeta, su inalcanzable hogar se hunde en la distancia del añoro. Acaso sea esta la razón de que la melodía otoñal de la hoja que cae, -sufrida, mansa, dócil-, se reitere en su verso y que tenga su canto, no importa cuan dichosa experiencia celebre, un intenso sabor a suspiro y nostalgia.

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-¿Cómo éramos antes de nacer?
-Como seremos después que hayamos muerto.

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Descartes: “Pienso, luego existo”… Remedémoslo: Deseo, luego me equivoco.

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El pensamiento es útil, eficaz, porque hace trampas. La emoción es peligrosa porque no miente.

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La maldad es tan vieja como el hombre mismo. Carecería de todo atractivo si no fuera porque los espíritus adictos a la protervia suelen hacer gala de inagotable fantasía, la cual les permite ensayar día tras día, hora tras hora, nuevas formas de depravación y de sevicia.

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No creo en las ideas, todas son engañosas; tanto como la vida misma a la que en vano se imponen la tarea de conferir sentido…

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Veneración y afecto son emociones harto diferentes. La segunda importa cercanía, la primera distancia. Quien es sujeto de nuestra veneración por fuerza ha de sustraerse a los comunes defectos y pasiones de la condición humana; sólo podemos venerar a quien ha superado las flaquezas que atribulan y hacen torcer el camino del hombre ordinario; en tanto que el afecto nos lo inspira siempre una persona que, poseyendo atributos dignos de admiración, es capaz de equivocarse al extremo de cometer graves faltas… No es posible sentir apego sino por aquellos que comparten nuestra mismas limitaciones y carencias, esto es, por nuestros semejantes.

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El alimento de la Musa del poeta es el sueño y la fantasía… Por esta razón le reprocha el vulgo al aedo que en lugar de poner los pies sobre la tierra, prefiera vivir en las nubes. Y es cierto, en las nubes habita, pero no por capricho sino por necesidad.

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El orbe conocido que llamamos “tangible” es el que nunca he logrado entender. El otro, que florece y se expande en los hontanares del espíritu, siendo infinitamente más evasivo y enigmático, me ha resultado siempre mucho más acogedor y familiar.

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¡Cuan bajo he caído!: Me resigné a ser hombre.

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Constituir apenas un accidente cósmico, un irrelevante desliz de la materia, es idea que implica la más insoportable de las afrentas. La incurable fatuidad de nuestro intelecto se revela incapaz de condescender a humillación de semejante estofa… Se le hizo imperativo entonces a la humana criatura recurrir a los buenos oficios de Dios para que, con su soplo de astros, del barro la creara.

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Las verdades esenciales, las que ninguna mente fornida tiene el derecho de esquivar, obran por dos modos diferentes: estallan como bombas, destrozando el alma; o sumergen al espíritu perplejo en los helados abismos del silencio.

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Para dejar una imagen abortada de mí mismo sólo debo describirme tal cual soy.

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Mi organismo me ha traicionado. Antes, cuando era joven, sentía que esa parte anatómica de mi ser era mía o, para ser más exacto, juraba que mi cuerpo y yo éramos una sola cosa. La edad, que no perdona, me ha obligado a descreer de tan candorosa convicción. El cuerpo que suponía me acompañaría siempre, me ha dado las espaldas, se ha vuelto un extraño, y ahora no sé donde hospedar a esa inquietante y a menudo lacerante sensación a la que llamo “yo”.

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La melodía es la poesía de la música; aquello que el compositor nunca podrá elaborar conscientemente ni por habilidad, cálculo o práctica, sino recoger allí donde gemina: en los barbechos prístinos del alma… Sin melodía no hay música noble y memorable; acaso una laboriosa estructura de sonidos, un arduo tejido de notas que, hija de solercia y no fruto de inspiración, a la frialdad de ciertos intelectos satisface mientras que al corazón repugna. No debe causar asombro que la época que nos ha tocado vivir, caracterizada entre otros poco civilizados atributos por su obcecada furia antipoética, haya visto nacer tantos experimentos musicales de los que la modernidad se ufana y cuya única virtud estriba, si de apariencias no me pago, en expulsar del pentagrama sin remordimiento alguno el más leve atisbo de armonía tonal, de modo que, entronizada la disonancia en calidad de norma suprema, usurpe con prendas de cuyo esplendor no me he percatado aún, el solio que en buena ley sólo a la melodía corresponde.

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Sólo tolero los pensadores de buenos modales, esto es, los que han tenido la discreción de no creerse superiores y la cortesía de eludir la jerga obtusa y presuntuosa al uso en el filosófico discurrir.

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Del gruñido a la palabra, de la bestialidad a la conciencia, de la horda a la polis… Sin enojosas consecuencias no se da ese tremendo salto. ¿A quién podría sorprender que la humanidad haya terminado tan acrobática proeza con los huesos rotos?

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Quien desee hacer algo valioso en la vida debería por sobre todas las cosas no cometer la zafiedad de arruinar su ignorancia.

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Me contradigo para no ser infiel conmigo mismo, para no traicionarme. Desconfía del pensador sistemático y coherente. Detrás de la bien articulada doctrina hallaréis –no os quepa la menor duda- a un pobre diablo que se afana en postular mediante la razón los principios que con cada acto de su propia existencia niega y desmiente.

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Ningún estado es menos propicio a creación artística que el de la dicha.

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No me alabéis, no encarezcáis mis escritos…, deseo perdurar en la memoria de las generaciones venideras.

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Si pudiera abdicar –como los reyes al trono- a la condición de hombre, no lo dudaría ni un instante.

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El fanatismo es el veneno del intelecto; letal ponzoña contra cuya malignidad no ha sido descubierta aún triaca que funcione.

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Lo que más me repugna de la brutalidad no es su viscosa estolidez sino su absoluta falta de modales.

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Si lo que nos proponemos es llevar una vida digna, plena, henchida de sentido, no temamos incurrir en ciertos errores indispensables: albergar ideales, concebir utopías es uno de ellos.

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Algunas personas han tenido la fortuna de carecer de inteligencia. De haberla poseído no habrían sabido qué hacer con ella.

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Dios, ese Supremo Ser que creemos haber defenestrado, pero que se empecina en hacernos recordar su presencia apenas sentimos que el aliento de la desolación y la muerte rozan nuestra nuca.

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Nunca estampo datos –fechas, lugares, circunstancias- que ayuden a situar en el plano histórico y personal lo que escribo… Algún trabajo debo dejar a mis futuros biógrafos.

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Todos hemos incurrido en actos que nos hacen sonrojar de vergüenza, y que por nada del mundo estaríamos dispuestos a hacer de público conocimiento… Aquí hallamos la razón de la impracticabilidad de la franqueza.

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Donde quiera topemos con ellos, los intelectuales de mi casta y solar (imagino que en otras latitudes las cosas no son muy diferentes) suelen exhibir una máscara de suficiencia y superioridad. Nunca se despojan de ella, al punto de que el antifaz ha usurpado las facciones de sus rostros… Secuela lamentable del engreimiento de la razón.

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La acrobacia verbal no es poesía. Aceptado. Mas desafío a que me muestren cualquier poema genuino en el que no tenga parte un mínimo de virtuosismo en el uso de las palabras.

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Sospechamos que la vida carece de sentido, empero, no terminamos de acostumbrarnos a esa humillante idea.

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Lo peor de las enfermedades malignas de fúnebre pronóstico, es que por un indecente apego a la existencia, estamos dispuestos a tolerar se prolonguen indefinidamente.

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La más obvia y sencilla explicación de la maldad que emponzoña a la descendencia de Adán es atribuirla a las estratagemas de Satanás… Es una pena que en los días que corren ya nadie crea en él.

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De niño, mis padres me obligaban a tragar –supuestamente para fortalecerme- un asqueroso brebaje que se anunciaba como aceite de hígado de bacalao. Nunca olvidaré su repugnante sabor; me provocaba náuseas similares a las que me ocasiona la lectura de los escritos aborrecibles de cualquier autor sin talento.

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Se puede luchar contra la incomprensión, el fanatismo, la duda, el desencanto y el miedo, pero no contra la indiferencia.

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En términos de galáctico o sideral acontecer, acaso el insólito accidente que llamamos “vida” no revista la menor importancia…. Pero no he hallado aún al ser humano para el que su vida no sea el valor supremo al que todo lo demás se subordina.

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Tal vez no consista la sabiduría sino en el conocimiento de aquello de lo que debemos prescindir.

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El tiempo cuya marcha nos empecinamos en medir con el reloj, al que atribuimos la enfadosa costumbre de transcurrir, inasible, y de nunca volver atrás, el que se convierte en historia y en pasado y nos embauca con la quimera del porvenir, no es más que una ilusión de los sentidos, una útil cuanto engañosa abstracción conceptual. El tiempo verdadero, el único que cuenta porque no podemos dejar de sufrirlo en carne propia, es un intruso que conocemos bien, al que le cuadra el calificativo de victimario de la vida, porque tortura, disuelve y mata… Las arrugas del rostro, las canas ralas que a duras penas brotan donde antaño flameaba tupida cabellera, la pérdida del vigor corporal, el asedio de mil y un desarreglos y afecciones, ése es el tiempo real, el entrañable, el que no miente, el que por ser parte de nosotros mismos, aunque deseáramos hurtarnos a su acción depredadora no podemos menos que experimentar… Tiempo como padecimiento, humillación y desencanto. ¿Existe acaso otro?

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La vera literatura es obra de la inconformidad. No me viene a las mientes el nombre de ningún escritor de fuste que no haya mostrado en mayor o menor medida su desaprobación ante algún aspecto esencial del mundo, de la sociedad, de la existencia. El espanto, la angustia, la ira, la desesperación y otras emociones de tenor similar se hallan en el origen de la literatura de más poderoso aliento y trascendencia. Y es que sólo a una criatura infeliz, incapaz de sentirse a gusto con la vida que el hado le deparara daría en el capricho de inventar un universo paralelo cuya fantasiosa irrealidad se asienta sobre el volátil zócalo de las febles palabras.

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Los antiguos helenos temían la cólera de los dioses. Sabían los griegos que las deidades que poblaban cielo, mar y tierra eran envidiosas, crueles, irascibles; y que nada las disgustaba tanto como contemplar que un mísero mortal, ínfimo y lamentable insecto, osara compararse con ellas. De ahí que, haciendo acopio de sensatez, intentara el efímero gusano llamado hombre pasar desapercibido, y puesto a ello, nada mejor que atenerse al principio del justo medio, de la ecuanimidad. La soberbia es atributo divino. Juzgarse superior es prerrogativa olímpica, sentimiento que no puede ser asumido por la humana criatura sin que pareja conducta importe la más grave infracción, el delito supremo, que será castigado de manera espantosa. Con el propósito de sustraerse a tan horrendo destino, al antiguo pueblo de la Hélade no le quedó otra salida que inventar la moderación y atenerse a ella. La más espléndida y perdurable consecuencia –acaso imprevisible- de parejo comportamiento fue la adusta plenitud del arte clásico.

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Prefiero la expresión “muerto” a la voz “finado”, no porque la primera suene más dulcemente al oído –que no es así-, ni porque resulte más familiar –que acaso es exacto-, sino porque “muerto” significa que han cesado las funciones fisiológicas y psíquicas que asociamos al fenómeno de la vida y nada más que eso; no hace alusión dicha palabra a la realidad de ultratumba ni para desmentirla ni para afirmarla. Muerto está el que ha pasado al estado de cadáver, c’est tout. En cambio, “finado” es vocablo cuya denotación instala de lleno al que lo escucha o lee en un firmamento especulativo y filosófico; strictu sensu finado quiere decir “terminado”, lo que conlleva la idea de que el individuo que expira llegó a la meta, concluyó su camino, y pare usted de contar… Henos pues aquí ante un participio verbal que emana un sospechoso tufillo metafísico, y la metafísica, como nadie lo ignora, adolece de la manía de amonedar supuestos de muy problemática verificación… En efecto, ¿cómo estar seguros, si no hemos fallecido, que el deceso trae consigo la definitiva disipación del ser?... Por si las moscas, me acojo a la prudente expresión “morir” y no a la arriesgada de “finar”.

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La alta literatura se ha nutrido siempre de pasiones, excesos, arrebatos. Aquiles, Medea, el Rey Lear, don Quijote, Fausto no son seres equilibrados y serenos. La gente razonable, el hombre ordinario que ajusta su conducta a los usos y conveniencias del medio en el que se desenvuelve, no es tema que pueda el escritor trabajar con provecho para despertar el interés de los lectores. La perturbación del orden establecido, la trasgresión de la norma, la inesperada cuanto inevitable afloración del caos y la locura que trastrueca lo que hasta ese momento parecía inconmovible y armónico, he aquí el único material estéticamente promisorio de que se vale el literato. La enseñanza que la filosofía proporciona es fruto de la razón. De la demencia, la embriaguez, el frenesí, la exacerbación y el vértigo mana la sabiduría que la gran literatura nos ofrenda.

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La luz de la verdad es hija del asombro, no de la razón.


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Hay libros tan plagados de citas que al concluir la lectura no podemos menos que sospechar que su autor carecía de pensamiento propio.

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He pasado años sin escribir una sola línea. Recuerdo esos períodos como los de más intensa, fructífera y consistente vida intelectual.

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La cátedra es el mausoleo del pensamiento, el sepulcro de la sabiduría…y el catedrático, su enterrador.

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A favor de mi obra literaria sólo esto se me ocurre argüir: Ha sido en repetidas ocasiones calumniada.

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Se ha perdido el arte del diálogo. Es cierto que la gente todavía condesciende con la costumbre de reunirse y hablar. Pero en cada uno de esos grupos de verbosos individuos hallaremos cualquier cosa salvo cultivadores de la conversación fecunda. ¿Diálogo? ¡Ni por pienso!... Una bullanguera sucesión de monólogos.

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Me agobia la tarea de aborrecer a la raza humana. Voy a tener que cambiar de oficio.

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Me tengo por profesional de lo fragmentario y especialista de lo inconcluso; en otras palabras, el aforismo es mi modo de expresión.

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No conozco más eficaz manera de difundir un rumor que confiárselo a alguien en tono muy serio y confidencial, rogándole insistentemente que lo mantenga en secreto.

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Nada es más predecible que la muerte; ningún vaticinio que la anuncie fallará.

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Los pensadores que manejan muchas ideas suelen ser superficiales. Dos o tres pensamientos bastan, siempre que sean pensados con el tuétano y la sangre, para escribir cuatrocientos libros no desprovistos de interés.

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En literatura, nada más hermoso que el lamento.

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¿Por qué nos ha sido concedido desear lo que nunca seremos capaces de obtener?

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No es la plegaria la que acerca el devoto a Dios, sino el silencio. La comprobación de que es así está ante nuestros ojos: hoy que vivimos alejados de Él, nos hemos convertido en criaturas insoportablemente ruidosas.

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No aspiro a tener seguidores; por eso me esmero en el ejercicio de la desilusión.


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La depresión, la neurosis melancólica es enfermedad cultural cuyo origen no sería empresa vana rastrear en el gigantismo de las densas metrópolis que el “progreso” y la “civilización” han levantado. La existencia cotidiana en el seno la sobre-poblada urbe impone el sedentarismo en tanto que régimen de vida y un esfuerzo muscular en progresiva disminución. El confort, uno de los valores supremos de nuestra época, estriba precisamente en eludir mediante artilugios de tecnológica factura lo que en ausencia de pareja sofisticación instrumental forzaría el cuerpo a un ejercicio constante y arduo. La comodidad es incompatible con la transpiración; y parejo desuso de lo anatómico, que va siempre acompañado de atrofia física y orgánica, es la raíz –lo tengo por cosa averiguada- de la nublazón de amargura y pesimismo que se cierne en el horizonte y que los psicólogos han apodado neurastenia, dolencia espiritual característica de la sociedad contemporánea. La actividad manual es el antídoto de la depresión. Las comunidades agrarias de tiempos pretéritos pudieron ser toscas, incultas, primitivas, pero –al César lo que es del César- nunca proliferó en ellas la hipocondría ni el esplín.

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Tan sombrío e inhóspito es el mundo que nos ha tocado en suerte padecer, que apenas al asomar a sus umbrales en la hora nefasta del nacimiento, no se le ocurre a la criatura más acertada e irreprochable reacción que romper a llorar.

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La razón humana es tan obtusa que para librarse de Dios se empeña en demostrar que lo que tal palabra designa no es sino una ecuación incorrectamente planteada.

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-¿Por qué piensas que algo tan deprimente ocurrirá?
- Porque sólo la perspectiva de la desolación es verosímil.

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La literatura, como las demás creaciones que persiguen la belleza, está articulada en dos planos: uno superficial, otro profundo. En el primero, el de la ficción, nada es verdad; en el segundo, al que la ficción apunta sin hacer nunca mención del mismo, todo, absolutamente todo, es verdadero.

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Vivo en conflicto con mi época. La trivialidad de cuantos me rodean se me hace insoportable. No bien cruzo cuatro palabras con el que el azar puso a mi lado, reparo en que hablamos idiomas diferentes. Soy extranjero en mi propio país… ¡Qué digo extranjero!: un ser de otro planeta. Nada tengo en común con esa muchedumbre que a zancadas transita por la acera y a veces me saluda. Y pues no soy igual a ellos, como no siento ni pienso ni reacciono del modo en que acostumbran, me niego a llamarles mis “semejantes”. ¿Qué semejanza puede haber entre el huero fantoche que gesticula y parlotea y el calumniado varón que a rajatabla cumple con el ritual agónico de transcurrida carne? En tiempos como estos de sonreída estolidez e insolente vulgaridad, el espíritu altivo sólo acierta a refugiarse, entre arcadas de asco, en la amurallada ciudadela de una intransigente lucidez. Esta es la era del desprecio. Pero en la soledad del destierro al que me ha condenado la vacuidad del mundo, ni el rencor me ha ganado ni me hiere la infamia… Porque respiro, sé que voy a morir. Porque soy, sé que perduraré.

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Cuando su cobardía fracasó, no le quedó otra salida que convertirse en héroe.

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¿Me contradigo?... Tal impresión es la que, a las primeras de cambio, se llevará sin dudas el lector de estas apuntaciones. Mas contra toda apariencia, no hay desacuerdo alguno entre las contrapuestas opiniones aquí expresadas. Lo que sucede en realidad es que en mi cuerpo habitan varias personas, y a cada una de ellas –tan genuinamente yo mismo como las otras- le he concedido la posibilidad de hablar.

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El favor de las generaciones futuras lo ha conquistado siempre con mayor facilidad el libro acerbamente discutido y condenado que el que supo agenciarse el día en que fuera puesto en los estantes del librero la bullanguera aceptación del público y la hiperbólica aprobación de la crítica promocional de los periódicos.

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En la esfera del arte y la literatura, el infortunio suele ser fecundo, y la felicidad, casi siempre estéril.

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La desventura del ser humano, ocasionada por la envidia y el celo de los dioses, es el único espacio donde la gran tragedia consigue prosperar. A ese injusto y terrible castigo que los olímpicos imponen a un ruinoso mortal que no se lo merece, debemos las creaciones memorables de Esquilo, Sófocles y Eurípides. La desgracia monumental de la tragedia clásica exige la arbitraria ferocidad, el cruel ensañamiento de los dioses. De ahí que la fe cristiana con su perfecto y bondadoso Creador no haya podido dar origen a obras dramáticas de la sombría grandeza de un Prometeo encadenado, un Edipo Rey, o una Medea, y sólo nos haya regalado la más tediosa colección de devotas composiciones, casi todas ellas prescindibles.

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Frente a los desmanes de la democracia cerril y populista que nos abruma, la única opción inteligente que va quedando al homme d’ esprit es la de arrimar su barca al muelle de un ilustrado despotismo.

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No hay seres humanos inocentes…Si los hubiera no serían humanos.

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Para que un ideal resplandezca, hermoso y noble, es preciso que a ninguno de esos imbéciles que predican la acción se le ocurra ponerlo en práctica.

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Hay quienes no pueden vivir sin esperanza…Y no faltan aquellos –antes aun abundan- que sólo en medio de la tribulación y la amargura logran sentirse vivos.

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El malestar de la cultura de Occidente tiene que ver, al menos en parte, con el hecho de que nos corroe la sospecha de haber condescendido a la incalificable negligencia de construir un mundo en el que el saber va por un camino y la espiritualidad por otro, sin que nunca se lleguen a encontrar.

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Los dioses homéricos son implacables; por eso parecen tan humanos.

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La alta literatura es insustituible porque hace lo que sólo ella puede hacer: forzarnos a contemplar el rostro aterrador de nuestro propio abismo.

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¿Qué puede esperarse de una juventud que, con muy contadas excepciones, aborrece el silencio?

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La pasión es causa de execrables delitos como de los menos prescindibles triunfos del espíritu.

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Fulano es una persona franca… Nadie la soporta.

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El fanatismo es el callejón sin salida de la razón; el descreimiento, la equivocación imperdonable de la inteligencia.

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Es feliz… No se ha dado cuenta todavía de que está vivo.

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Amanecí hoy con un renovado vigor espiritual y un entusiasmo a toda prueba. Es hora de enfundar la pluma no vaya a ser que comience a escribir zafiedades de las que me arrepentiré.

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“Sólo la belleza salva al mundo” u otra expresión parecida fue la que, en excepcional arranque de optimismo, amonedara Dostoievsky en alguna de sus páginas memorables. Y me veo obligado a concederle la razón, pues aunque es notorio que la belleza no nos ha salvado y verosímilmente no nos salvará, no resulta menos obvio que su ausencia –es la prueba en contrario- va a la par con la extinción definitiva del espíritu a la que jubilosa se precipita la civilización contemporánea, civilización que se ufana de haber combatido con furor en las filas de cuantos se imponían la tarea de desacreditar el “caduco” valor de belleza y entronizar en todos lo dominios de la humana actividad  creadora lo deforme, repulsivo y vulgar.

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Toda nueva generación se impone el grandioso programa de transformar el mundo. Su inmadurez de recién llegada le impide percatarse de que las taras sociales que generosamente aspira corregir no son diversas de aquellas imperfecciones y defectos de los que ella misma adolece, los cuales, de no ser previamente subsanados, -y es poco probable que lo sean- harán perfectamente impracticable y utópica su profiláctica misión.

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Nos brinda la historia la posibilidad de contemplar el melancólico espectáculo de una humanidad siempre la misma en sus obcecaciones, miedos y torpezas. La lectura de sus páginas –no importa la época o el país a que nos refieran- nos confirma que el hombre nunca estará dispuesto a modificar los hábitos torcidos, y que si en algo cambia, no es para mejorar… ¿A quién darías el premio de la atrocidad?, a Calígula, a Gengis Kan o a Hitler?

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Muchos genios ha habido que naufragaron en la locura; de lo que sería insensato colegir que la locura es garantía de genialidad.

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Las novelas rosas y, en general, la literatura y el cine sentimental de evasión gozarán siempre del favor del público, no en balde sus historias son casi el único espacio de este sórdido mundo donde sabemos de antemano que, a pesar de los tropiezos y penalidades de sus protagonistas, las cosas, a diferencia de lo que sucede en la realidad, terminarán bien.

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En la vida fallas y desaciertos son disculpables; en literatura, jamás.

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La víctima está hecha de la misma arcilla que el verdugo. Sería peligroso descuido desentendernos de pareja verdad, aunque simpaticemos siempre con las víctimas.

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Era un soñador impenitente. Dejó de producir cuando fue condenado a despertar.

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El yerro de la criatura humana no es de ayer… Pregúntenselo a Adán.

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Si acogemos como bueno y válido el aserto de que las verdades duelen, al individuo franco, incapaz de callar lo que piensa, deberíamos concederle el diploma de torturador.

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Las ideas más populares suelen ser siempre las menos inteligentes.

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La vida es un entrenamiento para el desengaño. Aprender a no esperar nada de la existencia debería ser el primordial objetivo de cada uno de nosotros.

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Descubrir qué somos nos convierte en sabios; empero, ese conocimiento no podrá ser nunca obra del estudio sino de la iluminación.

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Por lo que hace a la cultura, Oriente y Occidente no son dos regiones geográficas, sino dos discrepantes inclinaciones del espíritu humano.

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No pongo en duda que haya acciones malas y buenas…, de lo que no estoy muy seguro es de que sepamos distinguir unas de otras.

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La afrenta no es morir sino haber nacido.

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Mucha maña hay que darse para triunfar. Para ser un buen perdedor basta con haber nacido talentoso.

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Abundan los que mienten con el propósito de adquirir prebendas o evitar reproches; otros, para mejorar su imagen ante los demás; y unos pocos, en cuyo número me cuento, para no pecar de indelicados.

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En mi tierra no son raros los escritores que cuando escriben dieran la impresión de estar construyendo pedestales donde encaramar la estatua de su ego.

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Quien va por el mundo creyendo ser feliz es sólo un desdichado que ignora su desgracia.

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Me niego a recluirme en los bajos fondos del resentimiento, aunque pareja conducta mis devotos adversarios jamás me la perdonarán.

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El hombre común suele sentir nostalgia de algún suceso dulce e irrepetible del pasado que abruptamente asalta su memoria. Sólo el poeta, sin embargo, es capaz de sentir nostalgia de lo que no le ha acontecido ni le acontecerá.

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Me incluyo en el número de esas criaturas caprichosas y poco recomendables cuya manía estriba en pensar con el sentimiento y sentir con la razón.

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Nací con una irrenunciable vocación para lo inútil…, por supuesto, me convertí en poeta.

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Se puede prescindir de la fe; mas todavía no he conocido al ser humano que no recorra el mundo lastrado con sus propias convicciones y prejuicios.

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Cualquiera puede poseer una biblioteca. Haberse acostumbrado a conversar con los autores, casi todos difuntos, de los libros que sus estantes atesora, es cosa diferente.

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La naturaleza dio origen a una casi infinita variedad de extraños animales; pero sólo el ser humano se propuso y consiguió fabricar monstruos.

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La lucidez es peligrosa; exige esmerada dosificación, porque, a semejanza del cloro, actúa por modo tal que en ínfimas dosis purifica, pero en grandes cantidades envenena.

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La mayor alegría que proporciona un autor deleznable es saber que nunca más volveremos a abrir sus libros.

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El fundamento de toda vida humana se contrae a desear y aborrecer. La filosofía que desconozca tan simple verdad podrá ser muy hermosa y sutil, mas, sin lugar a dudas, impracticable salvo para los ángeles.

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La ironía es como la sal: administrada con discreción da buen sabor al guiso; aplicada en exceso, malogra las viandas más nobles y apetecibles del puchero.

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No hay emociones falsas; si de algo son ellas incapaces es de impostura. La emoción es siempre auténtica…, a veces de una autenticidad devastadora.

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Me impongo la tarea de ser un perdedor. Sólo el derrotado aprende. Sin fracaso no hay sabiduría.

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Nada habla más claramente de la decadencia de un pueblo que su incapacidad para forjar y perseguir las grandes utopías.

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En mi indocta y anquilosada opinión, un principio se sostiene inconmovible: La belleza es siempre revolucionaria. Lo es, sobre todo, en estos tiempos de confusión e insania, cuando hasta los artistas y escritores que deberían con orgullo levantar su estandarte, reniegan de ella.

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Nunca he dejado de admirar el asiduo talento para la mediocridad que exhiben los escritores de mi país.

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Es fama que la muerte acude como la gran libertadora que pone fin al sufrimiento humano… ¿Y quién le dijo a la infaliblemente puntual señora de la guadaña que deseo dejar de sufrir?

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Amo la Humanidad y aborrezco los hombres.

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Acaso más dañina que la mentira se revela una verdad inoportuna.

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La mente –prodigiosa embustera- genera la ilusión del mundo y de la realidad; y todavía peor: inventa la especie de su propia existencia. Así confundió a Descartes… Cogito, ergo sum, Pienso, luego existo. ¡Vaya ardid del intelecto!; el valor de verdad de esa famosa sentencia no me luce mayor que el que encierra la afirmación, a todas luces inaceptable: Soñé que volaba, luego puedo volar.

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La sabiduría, en toda época y lugar, se ha asentado siempre sobre una misma certidumbre, hela aquí: La imagen que del mundo ofrecen la mente y los sentidos no es confiable; sólo es de fiar la visión que alcanzamos cuando, calmadas las pasiones y amainado el ventarrón de las ideas, atinamos, en virtud del fogonazo de la intuición, a cobijar en el corazón el impalpable cuerpo del vacío y a escuchar en la boca abisal de las estrellas el canto del silencio.

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Siempre desee ser alguien distinto del que soy; como eso era imposible, no tuve más remedio que hacer literatura.

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En los días que corren, los pensadores se reparten en dos clases: los que aspiran a ser tenidos por profundos sin conseguirlo, y los que consiguen pasar por hondos y consistentes sin serlo. El otro tipo de pensador, el que piensa y pone a pensar, harto me temo que pertenece a una especie extinguida.

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Hablar de la verdad que atesoran la literatura y el arte es, desde luego, incurrir en trivial clisé o en manida metáfora, pero no necesariamente en mistificación.

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Como no soy creyente ni tampoco ateo, corro el albur de convertir a Dios en obsesión.

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Extravagancia: precipicio por el que tarde o temprano se desploma el escritor mediocre y el artista sin talento cuando pretende ser original.

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Ante la aterradora realidad de la existencia sólo dos opciones me quedan: una –la valiente-, suicidarme; otra –la cobarde-, escribir un libro.

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Mientras más apegada a lo orgánico y fisiológico sea la visión, más propensos estamos a considerarla verdadera. De ahí la reputación de embaucadores e ilusos que se han ganado los poetas. La metáfora importa un salto al reino de la fantasía, a parajes que están más allá de la lógica instrumental o el pensamiento utilitario. De modo que a los que gustan arrimarse por sistema a lo tangible y fáctico, el distanciamiento del universo ordinario que impone la imagen poética tiene por necesidad que antojárseles insólito comportamiento rayano en la majadería y el dislate.

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La acción, cualquier acción, requiere cierto grado de ceguera, una dosis, así sea mínima, de inconciencia. La lucidez  paraliza, atrofia, entumece. Pensar es ejercicio de inválidos, disciplina de voluntades en reposo.

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La literatura sólo podría ser útil en la medida en que también lo fuera la ilusión.

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Dudar es faena más ardua que creer. La credulidad y la fe son artículos que, sin necesidad de promoción, encuentran compradores.

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La realidad no existe; toda mi experiencia conduce a esa conclusión. Y haber topado con pareja verdad es algo tan sorprendente, tan fuera de lo común, que ya me da igual que la humanidad en su conjunto siga empeñada en desmentir los testimonios de místicos, filósofos y poetas… Al cabo y a la postre, quienes a tan fundamental certidumbre vuelven las espaldas son parte –al igual que yo- de esa realidad inexistente.

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De todas las nociones que la filosofía ha concebido, la de “utilidad” es la que menos cabe aplicar a la vida del hombre. La vida humana, en efecto, cabe ser considerada valiosa, insignificante, bella, absurda o lo que se nos antoje…, pero útil, ni por asomo.

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No cesa de calumniarme. Cada una de sus ofensas y detracciones afianza mi nombre en la memoria de la posteridad… Dios le depare larga vida.

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Es ley nunca desmentida que quienes han disfrutado del privilegio de vivir en afectuosa cercanía del hombre grande, sean los últimos en descubrir su grandeza. Cuesta mucho aceptar que la persona a la que hemos visto sudar, escupir, soltar ventosidades y hablar con la lengua trabada después de beber unas copas de más, deba ser tenido por un espíritu de superior linaje, digno de exaltación y reverencia. La familiaridad tiene la desventaja de mostrarse munífica con los defectos y avara con las virtudes. El rostro más agraciado no resiste que se le contemple al microscopio.

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Para compadecernos de las flaquezas humanas es indispensable compartirlas. Sólo el que ha sentido el remordimiento de las faltas que cometiera en ciertas ocasiones a causa de la debilidad de su carácter, es capaz de conocer, tolerar y perdonar la deficiencia ajena; en cambio, el varón puro, de intachable rectitud, siempre mostrará frente a la endeblez de la voluntad de cuantos le rodean un semblante hurañamente incomprensivo.

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A menudo, la vía más eficaz de conseguir que la sociedad a la que perteneces enderece el rumbo, así sea en grado casi imperceptible, es que te abstengas de actuar sobre los que te rodean con la mira puesta en que modifiquen su conducta, aunque a tal empresa te animen las más inobjetables motivaciones y la convicción sincera de que tienes a mano respuestas oportunas y soluciones particularmente satisfactorias. La experiencia histórica demuestra que, al ser llevados a la práctica, las teorías más hermosas y los más impolutos principios se pervierten, y de súbito surge de la calígine una siniestra faz que nadie sospechó ni por un instante pudiera exhibir el ideal. El contacto con la realidad del acontecer social salpica con el excremento de la vulgaridad las más elevadas doctrinas y enturbia, cuando nos imponemos la tarea de ejecutarlo, la pulcritud del designio filantrópico: sólo desde los adentros consiente ser corregida la sociedad; y el adentro de una comunidad –llámese tribu, aldea, pueblo, nación, federación o imperio- está en el corazón de cada uno de sus miembros. Cargamos con eso que denominamos sociedad en cada célula de nuestra anatomía, en cada neurona de nuestro cerebro, en los más profundos hontanares de nuestro espíritu… Perfecciónate a ti mismo, aprendiz de utopista, que de otro modo nada cambiará.

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El hombre grande es el que ha sido capaz de comprender y de sobrellevar dignamente su irredimible insignificancia. No es otra la razón de que, con espontaneidad para nada fingida, la grandeza genuina adopte siempre los circunspectos modales del comedimiento y la modestia. Sólo los espíritus de superior linaje afirman, como lo hacía Goethe: “Siempre he pensado que el mundo era más genial que mi genio”.

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La verdad es extraña a la literatura. Las verdades tienen que ver con el mundo real e histórico, no con el orbe ficticio que crea el novelador, el cuentista y el poeta. No ofrecen las páginas de la obra literaria conocimientos que no puedan ser obtenidos con harto mayor provecho, precisión y hondura, en los textos de científica laya. El artista de la palabra no verifica o corrobora, imagina; no adoctrina, inventa; persigue la belleza, no la exactitud; busca conmover, no instruir; no pretende explicar, muestra, presenta, impone una visión. No cabe exigir a la literatura que enriquezca con ideas e informaciones al lector, pero eso sí, agudizará su sensibilidad por modo tal que le hará  capaz de conquistar un reino fascinante donde crece, acaso mejor que en ningún otro dominio del espíritu, la planta verde y pródiga de la sabiduría.

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No a todo el que conoce le es dado comprender… He llegado en ocasiones a pensar que la mente humana es sólo capaz de conocer; la comprensión está más allá de las posibilidades de nuestra limitada inteligencia. Conocer es contar, pesar, medir, observar, registrar y verificar atentamente la exactitud de lo observado, traducir a fórmulas numéricas y teorías la pauta reiterativa a que responden los acontecimientos prima facie fortuitos que tienen lugar en el escenario de la realidad externa y en el mundo complejo y acaso intimidante de nuestro propio espíritu.
La comprensión es algo muy diferente; es el resultado de encontrar sentido a lo que hemos logrado conocer. Por tanto, no pertenece la comprensión al orden laborioso, probabilístico y provisional del pensamiento humano, sino al centelleante e infalible de la clarividencia divina, o, si la divinidad os parece antipática, de la humilde intuición.

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El problema no son ni han sido nunca las ideas, sino sus consecuencias.

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¡Qué alegría! Hoy debo haber hecho algo de valor, pues he logrado añadir un nuevo nombre a la lista de mis enconados detractores.

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La perfección no está al alcance del espíritu humano; es atributo de la divinidad. No es otra la razón de que, a la postre, Dios se nos vuelva insoportable.

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El espíritu sistemático es por necesidad intolerante. Donde hay sistema, aflora el dogmatismo.

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Es posible, incluso probable, que la vida no tenga sentido; pero sería en verdad inadmisible y estúpido que no empleemos nuestro tiempo en conferírselo.

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En el mundillo intelectual de mi país, sobrado de baratijas y falto de sustancia, donde el ejercicio de la mediocridad cuenta con los más aplicados oficiantes y ha alcanzado la envidia la dignidad extremada de una de las bellas artes, poseer talento es grave y peligrosa condición. Sobre todo, cuando el infortunado sujeto al que los astros otorgaran superior inteligencia y sensibilidad fuera de serie, muestra la intolerable falta de tacto de no esconder a la mirada de quienes le rodean las prendas espirituales con que la naturaleza, para su frustración y ruina, le quiso favorecer.

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El escepticismo es el destilado intelectual más revelador y característico de toda civilización decadente. La vitalidad, el ímpetu juvenil, se definen por la acción; esta implica optimismo, y el optimismo requiere en no escasa medida la suspensión del pensamiento crítico, el eclipse más o menos prolongado del examen y la discriminación. Las culturas fuertes, vigorosas, que rebosan de savia y anhelos, nunca han sido propensas a la reflexión. Producen épica y lírica, no filosofía… Cuando envejecen se vuelven sabias, esto es, irónicas, descreídas, escépticas… El precio de la nunca bien ponderada lucidez es, por desventura, la decrepitud.

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Críticos hay –y no pocos- incapaces de reconocer el mérito ajeno; cuando dicho mérito fulge por modo tal que sería vergonzoso escatimarle el aplauso, entonces el elogio de esos biliosos Zoilos va infaliblemente acompañado de un “pero” devastador…

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Abundan las personas cuya manera de ser repudio; he decidido, por consiguiente, no concederles ni siquiera el privilegio de mi rencor…

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La hondura filosófica –casi siempre enojosa- es invento teutón. Me temo que el tedio y la pesadez, también.

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Sólo ahondando en nosotros mismos seremos capaces de encontrar a los otros, a los que nos rodean… Tal es la apuesta de la literatura, del arte. Para alzarnos a los dominios de lo universal y permanente no disponemos de medio más idóneo que el de zambullirnos en las abisales aguas de nuestro yo. La paradoja de la creación estriba en que, ocupándose de lo que a él solo atañe, desentendido de la ajena opinión, es como el poeta pulsa las cuerdas que harán sentir a quienes escuchan sus notas que de ellos, nada más que de ellos, se están desgranando verdades a las que únicamente el sordo no prestaría atención.

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Amo los libros, porque sólo a través de ellos logro reconciliarme con los hombres.

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El ser humano ha inventado la rosada leyenda del amor y la compasión como simple estrategia de enmascaramiento, cosa de –habiendo acallado por esa vía toda extemporánea desazón-, poderse consagrar al ejercicio del supremo talento con que viniera al mundo: la ferocidad.

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Lo que don Fulano escribe ni Dios mismo lo entiende. Es de una oscuridad impenetrable; no en balde ha conquistado fama de profundo.

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Hay quienes simplemente se dedican al sudoroso oficio de estar vivos. Son legión, y les envidio… Otros, en cuyo reducido número no me queda más remedio que incluirme, sólo pueden consagrarse a registrar sobre el papel el inútil recuento de las experiencias que tuvieron la insensatez de imaginar y la cobardía de no vivir.

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Me encantaría triunfar, si supiera en qué consiste el triunfo. En el ínterin me consagro con obsesivo celo y propicia fortuna a realizar mi vocación de fracasado.

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La vida sin amigos es triste…, y sin enemigos, aburrida.

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Acaso la lectura de un buen libro no haga más sabio o más prudente al que lo lea; de lo que ciertamente no tengo motivos para dudar es que las imágenes que difunde la pantalla chica impiden que quien acostumbra contemplarlas pueda escapar alguna vez de la ingrata mazmorra de la vulgaridad y la incultura.

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Con nuestra intemperancia, egoísmo e ingratitud sólo podemos herir al que nos tiene afecto. La amistad, por ese motivo, está llena de cicatrices.

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No es lo mismo la historia que el pasado. La primera es el arte de presentar, mediante un relato coherente y comprensible, ciertos acontecimientos ocurridos tiempo atrás, de cuya importancia el historiador no escatimará esfuerzos para persuadirnos. La historia “presenta” lo que hace lustros, décadas o siglos acaeciera. Ahora bien, por lo que toca al género histórico, presentar significa situar en el presente de quien escribe la historia y del lector que se interesa por ella, lo que ya no existe, lo que dejó de ser. Historiar es oficio de resurrección: torna actual el pasado, lo devuelve a la vida. Porque a nadie se le oculta que el pasado sólo puede encarnar en la historia, esto es, bajo la forma de narración contemporánea de sucesos remotos sobre los que el azar imprevisible o los piadosos astros conservaron documentos o mitos y leyendas a menudo fragmentarios y oscuros. Al escribir la historia, el autor irriga con el agua fresca de las ideas de hoy, el ayer desvanecido e irrecuperable en su fáctica realidad. Se explica así que, no obstante refiera hechos antiquísimos de grupos humanos que respondían a costumbres, instituciones y valores muy diferentes de los nuestros, el texto de historia hable siempre un idioma conocido y exhiban las figuras que en él aparecen un perfil humano extrañamente familiar… No puede el pasado ejercer ninguna influencia sobre nosotros porque pasó, porque fue, porque nunca lo veremos repetirse… La historia es otra cosa; como está aquí, como en el instante de la lectura es capaz de excitar la imaginación del curioso que por sus páginas deambula, no puede dejar de afectar sus pensamientos y emociones, ni de contribuir a alimentar o despejar inquietudes, certidumbres y sospechas. El ayer está vacío y todo lo pasado en ese abismo de lo ya transcurrido se ha precipitado para siempre. En cambio, la historia transcurre en el hoy, es un feraz ahora que por modo incansable apunta hacia el mañana.

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No cometas la ingenuidad de pensar que la verdad nutre y alienta las páginas que acabas de leer. Pero tampoco incurras en el despropósito de presumir que te he mentido.

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